lunes, enero 15, 2018

Juegos de guerra en Hawai (a la memoria de Stanislav Petrov)

Este sábado los habitantes de HAwai se han dado uno de los sustos de su vida. El sistema de alertas que está instalado en aquel estado norteamericano del Pacífico, que permite a las autoridades lanzar mensajes a los teléfonos de los ciudadanos, emitió un aviso de alerta general por un ataque balístico contra la isla, la orden de encontrar refugio lo antes posible y la coletilla de que no se trataba de un simulacro. La imagen de los misiles de Corea del Norte, cargados de cabezas nucleares, se hizo presente en los habitantes de ese idílico lugar, y durante unos minutos, para muchos eternos, la huida fue lo único que ocupó la mente de los ciudadanos. Finalmente, sí era una falsa alarma, y todo se quedó en un susto, pero pedazo susto.

Esto es, en parte, lo que tiene cuando se juega al juego de las amenazas de guerra nuclear entre países, que crece la tensión y los incidentes y accidentes pueden ser más probables. Quizás fueron los sesenta y los ochenta los años en los que más presente estuvo en la conciencia global el riesgo de una guerra nuclear, y era un asunto de debate recurrente en los informativos y medios de comunicación. La caída de la URSS supuso, entre otras cosas, que ese problema desapareciera de la agenda y la conciencia de todos nosotros, lo que no es sino una muestra de los grandes errores que cometemos cuando creemos no ver problemas que siguen estando ahí. En efecto, los arsenales nucleares se mantienen, cierto que en menor cuantía que en la época álgida del enfrentamiento de bloques, pero aún con una capacidad más que de sobra para destruir por completo nuestra civilización decenas, quizás centenares de veces, y huelga decir que con una, o mucho menos, basta. Rusia y EEUU siguen siendo los poseedores del mayor número de cabezas nucleares y, oficialmente, China, India, Pakistán, Reino Unido y Francia también las tienen, en menor cuantía. Sudáfrica la tuvo pero desmanteló sus arsenales hace ya algunos años, y todo el mundo da por sentado que Israel posee la bomba, aunque nunca se haya reconocido de manera oficial. Corea del Norte hizo saber al mundo hace algunos años que se unía al club, y desde 2016, posee también misiles balísticos intercontinentales. No se sabe cuándo será capaz de instalar una cabeza nuclear en uno de esos misiles, pero si lo logra, y todo parece hacer pensar que lo conseguirá, se convertirá en una potencia nuclear de primera fila. Más allá de que se pueda producir una guerra nuclear, global o local, la mera existencia de estos dispositivos entraña riesgos muy altos, derivados de su conservación, mantenimiento y operatividad. Muchas de esas cabezas nucleares, que proceden de décadas pasadas, deben ser revisadas y puestas a punto para evitar que el mero paso del tiempo deteriore sus componentes y mecanismos, y las convierta en algo inútil o, aún peor, peligroso sin si quiera dispararlo. Mantener esos arsenales cuesta dinero, mucho dinero, y es una labor complicada y que está sujeta, como todas, a posibles errores y sorpresas. Imaginemos que se produce un accidente durante uno de esos trabajos, el que sea, y una de esas cabezas detona de manera accidental. Las consecuencias serían enormes, y eso que afectarían a zonas que, normalmente, están poco pobladas o sitas en lugares remotos, que es donde se almacenan los silos de lanzamiento. Sería una especie de accidente industrial demasiado virulento como para ser imaginado. Pero el riesgo más evidente, y factible, es que se produzca un lanzamiento o activación de una de estas bombas y se envíe contra un objetivo, por error o fallo de cálculo. En ese caso, sinceramente, ninguno de los presentes sería capaz de imaginar las consecuencias de algo así. Una sola explosión nuclear en un lugar habitado cambiaría nuestro mundo para siempre.


¿Es posible que un error de este tipo se pueda producir? La respuesta, horrenda, es que sí, sobre todo porque estuvo a punto de producirse en el pasado. En 1983 el mundo casi se acaba, y me hubiera pillado con 11 años en la EGB, y si hoy en día usted y yo, y lo que nos rodea, sigue aquí, es porque Stanislav Petrov tuvo la sangre fría suficiente como para intuir que la alerta que le mostraban las pantallas de su sistema de detección, que le obligaban a responder con un contraataque nuclear era falsa, y que la URSS realmente no estaba siendo atacada por EEUU. Petrov analizó la alerta, la vio errónea y, fríamente, no respondió. Y eso nos salvó a todos, Puigdemont incluido. Por ello, noticias como la de Hawai de este fin de semana nos vuelven a recordar que el riesgo está ahí, y que por accidente o decisión, nuestras vidas siguen pendiendo de un botón, a veces de gran tamaño

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