Este
sábado los habitantes de HAwai se han dado uno de los sustos de su vida. El sistema
de alertas que está instalado en aquel estado norteamericano del Pacífico, que
permite a las autoridades lanzar mensajes a los teléfonos de los ciudadanos,
emitió un aviso de alerta general por un ataque balístico contra la isla, la
orden de encontrar refugio lo antes posible y la coletilla de que no se trataba
de un simulacro. La imagen de los misiles de Corea del Norte, cargados de
cabezas nucleares, se hizo presente en los habitantes de ese idílico lugar, y
durante unos minutos, para muchos eternos, la huida fue lo único que ocupó la
mente de los ciudadanos. Finalmente,
sí era una falsa alarma, y todo se quedó en un susto, pero pedazo susto.
Esto
es, en parte, lo que tiene cuando se juega al juego de las amenazas de guerra
nuclear entre países, que crece la tensión y los incidentes y accidentes pueden
ser más probables. Quizás fueron los sesenta y los ochenta los años en los que
más presente estuvo en la conciencia global el riesgo de una guerra nuclear, y
era un asunto de debate recurrente en los informativos y medios de
comunicación. La caída de la URSS supuso, entre otras cosas, que ese problema
desapareciera de la agenda y la conciencia de todos nosotros, lo que no es sino
una muestra de los grandes errores que cometemos cuando creemos no ver
problemas que siguen estando ahí. En efecto, los arsenales nucleares se
mantienen, cierto que en menor cuantía que en la época álgida del
enfrentamiento de bloques, pero aún con una capacidad más que de sobra para destruir
por completo nuestra civilización decenas, quizás centenares de veces, y huelga
decir que con una, o mucho menos, basta. Rusia y EEUU siguen siendo los
poseedores del mayor número de cabezas nucleares y, oficialmente, China, India,
Pakistán, Reino Unido y Francia también las tienen, en menor cuantía. Sudáfrica
la tuvo pero desmanteló sus arsenales hace ya algunos años, y todo el mundo da
por sentado que Israel posee la bomba, aunque nunca se haya reconocido de
manera oficial. Corea del Norte hizo saber al mundo hace algunos años que se
unía al club, y desde 2016, posee también misiles balísticos
intercontinentales. No se sabe cuándo será capaz de instalar una cabeza nuclear
en uno de esos misiles, pero si lo logra, y todo parece hacer pensar que lo
conseguirá, se convertirá en una potencia nuclear de primera fila. Más allá de
que se pueda producir una guerra nuclear, global o local, la mera existencia de
estos dispositivos entraña riesgos muy altos, derivados de su conservación,
mantenimiento y operatividad. Muchas de esas cabezas nucleares, que proceden de
décadas pasadas, deben ser revisadas y puestas a punto para evitar que el mero
paso del tiempo deteriore sus componentes y mecanismos, y las convierta en algo
inútil o, aún peor, peligroso sin si quiera dispararlo. Mantener esos arsenales
cuesta dinero, mucho dinero, y es una labor complicada y que está sujeta, como
todas, a posibles errores y sorpresas. Imaginemos que se produce un accidente
durante uno de esos trabajos, el que sea, y una de esas cabezas detona de
manera accidental. Las consecuencias serían enormes, y eso que afectarían a
zonas que, normalmente, están poco pobladas o sitas en lugares remotos, que es
donde se almacenan los silos de lanzamiento. Sería una especie de accidente
industrial demasiado virulento como para ser imaginado. Pero el riesgo más
evidente, y factible, es que se produzca un lanzamiento o activación de una de
estas bombas y se envíe contra un objetivo, por error o fallo de cálculo. En
ese caso, sinceramente, ninguno de los presentes sería capaz de imaginar las
consecuencias de algo así. Una sola explosión nuclear en un lugar habitado
cambiaría nuestro mundo para siempre.
¿Es
posible que un error de este tipo se pueda producir? La respuesta, horrenda, es
que sí, sobre todo porque estuvo a punto de producirse en el pasado. En 1983 el
mundo casi se acaba, y me hubiera pillado con 11 años en la EGB, y si hoy en
día usted y yo, y lo que nos rodea, sigue aquí, es porque Stanislav Petrov tuvo
la sangre fría suficiente como para intuir que la alerta que le mostraban las
pantallas de su sistema de detección, que le obligaban a responder con un
contraataque nuclear era falsa, y que la URSS realmente no estaba siendo
atacada por EEUU. Petrov
analizó la alerta, la vio errónea y, fríamente, no respondió. Y eso nos salvó a
todos, Puigdemont incluido. Por ello, noticias como la de Hawai de este fin
de semana nos vuelven a recordar que el riesgo está ahí, y que por accidente o
decisión, nuestras vidas siguen pendiendo de un botón, a veces de gran tamaño
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