¿Cuántas
páginas, horas y esfuerzos dedicaríamos a debatir, dolernos y comentar un
atentado que hubiera causado decenas de muertos en nuestro entorno cercano? ¡Qué
cobertura le hubieran dedicado los medios de comunicación, qué despliegues? Este
fin de semana ya pudimos comprobar hasta qué punto es cruel esa ley que dicta
que lo lejano no es noticia, con el
atentado perpetrado por el ELN en una academia de policía de Bogotá, que dejó más
de veinte muertos, y que fue apenas un breve en los informativos televisivos
y una mera columna perdida entre las páginas de internacional, afortunada edición
en la que incluso llego a contar con una imagen impresa. Pero casi nada, y las
dos decenas largas de cadáveres, olvidados.
Ayer
se produjo en Afganistán una salvajada de dimensiones aún más considerables y
que recibió, si cabe, menos cobertura mediática. Un comando talibán atentó con un
coche bomba contra una base militar del ejército afgano y, tras ese ataque, se
dedicó a masacrar a los posibles supervivientes que no habían fallecido por el
impacto inicial de la explosión. Más
de cien muertos en medio de un paisaje de guerra, ruinas y nieve, en lo que es
una acción de guerra organizada más que un atentado. Casi cuesta encontrar
en los medios referencias a ese cruel acto, perpetrado en la más absoluto vacío
informativo global, como si no le importase a nadie. Y la verdad es que eso es
lo que refleja la ausencia de cobertura, que a casi nadie le importa. Los periodistas
que por aquellas remotas tierras se encuentren están mucho más aislados que los
autóctonos que residen desde sus orígenes en los páramos afganos, porque esos periodistas
conocen la realidad del otro mundo, del mundo del que proceden, que casi es un
planeta distinto. Se juegan el pescuezo y tratan de explicar cómo tras
dieciocho años de intervención sobre el terreno Afganistán sigue siendo un
absoluto caos en el que el gobierno de Kabul control apoco más que la M40 de la
ciudad mientras que el resto del país es un feudo de señores de la guerra,
dueños de sus zonas de influencia, y de la milicia talibán, que rearmada y con
bríos reobrados, empieza a ser otra vez una amenaza cierta para el conjunto del
país, si es que el concepto de país sigue siendo válido en este caso. Los
periodistas recibirán unos pocos euros por sus crónicas, remitidas
probablemente desde unos lugares infames donde usted no se, pero seguro que yo no
sería capaz de aguantar ni un par de horas, y todo por unos ingresos mensuales que
no llegarán a lo que los taxistas, que siguen de huelga, se llevan a su casa en
una semana de trabajo. En esas crónicas de urgencia la emergencia de los
cultivos de opio será un tema recurrente, la cada vez más abundante cosecha que
se transforma en la heroína que llena algunas de las calles de moda de ciertas
ciudades occidentales, y que enriquece sin freno a señores de la guerra,
milicias islamistas y todo aquel que quiera sacar tajada del lucrativo negocio
de las drogas. Relatarán en reportajes cómo tras la caída inicial de los
talibanes tras la guerra de 2001 el país vivió unos años de calma, de progreso
económico y de aperturismo social, de días en los que el burka empezó a ser
prohibido y las mujeres, por fin, podían empezar a ser vistas como personas
humanas y no como objetos sometidos, de cierta libertad en las calles de un
Kabul que soñaba con volver a ser una ciudad comercial y abierta, y de un país torturado
por guerras desde que hay recuerdos intentaba salir de ese constante estado de
violencia. Y de cómo esa apertura se ha ido frustrando poco a poco, de cómo el
desinterés occidental y los intereses creados han vuelto a convertir ese país
de geografía tan imposible como, probablemente, bella, en un polvorín lleno de
inestabilidad, violencia y disputas crecientes. Y esas crónicas serán remitidas
por profesionales que se juegan la vida por, recuerden, muchos menos euros de
los usted se pueda imaginar.
¿A
quién le interesan esas crónicas? A un par de pirados como yo, que las leen, y
poco más. Los más de cien muertos de ayer, sangre roja a borbotones sobre el blanco
níveo de la que no tenemos imagen alguna, para ni siquiera debatir sobre la
conveniencia de la exhibición de la violencia, apenas son hoy un recuerdo. No
habrá actos de contrición por su memoria, ni públicos ni privados. Su asesinato
será tan olvidado como lo fueron sus vidas mientras transcurriendo en aquel más
allá, y nuestra atención sólo volverá a mirar a la sede del “gran juego” como
lo llamaba Kipling, si las milicias talibanes empiezan a ganar su guerra y,
otra vez, se convierten en un riesgo para nuestra seguridad en la vida que, día
a día, desarrollamos en esta otra parte del mundo.
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