Ayer,
en compañía de ABP, tuve la oportunidad de asistir a la representación de
“Señora de rojo sobre fondo gris” monólogo que adapta la novela de Miguel
Delibes, interpretado por José Sacristán en un escenario desolado, adornado con
tiros de luz y sombra que acompañaban la intensidad de las escenas, pero que
apenas contaba con unas piezas de mobiliario ajado y unos lienzos cubiertos. En
esta adaptación la historia la cuenta un pintor, que es quien se ha quedado
viudo, pero los pasajes que recita provienen en gran medida de extractos
literales del libro de Don Miguel, y poseen toda la fuerza y crudeza que el
genio castellano supo darles con las palabras justas, ni una más, ni una menos.
Lo
que cuenta Delibes en esa novela, y nos representa Sacristán en la obra, es su
propio dolor por la pérdida de la amada. Ángeles, que así se llamaba su mujer,
murió joven, dejando a Miguel solo durante un largo muy rato de su existencia,
que se le hizo eterno. Siguió escribiendo algunas obras, pero ya no vivía como
tal, no existía, sino que, como dijo alguna vez, esperaba, nada más. No se si
con la creencia de verla en la otra vida o con el deseo de acabar de manera
natural con la agonía de la soledad sobrevenida, condena derivada de una cruel
enfermedad, de un tumor neurológico que apenas se manifestó antes de que se
convirtiera en el problema que acabó con ella y, en cierto modo, con él. El
libro es, aunque no lo parezca a simple vista, una conmovedora novela de amor,
un canto en el que Miguel dice a Ángeles que la quiere, sin pudor, sin recato,
sin freno, sin descanso. En todo momento supedita su existencia a la figura
amada, que es la que le llena por completo. Es la exaltación absoluta del amor
romántico, que tan denostado es ahora, pero de un romanticismo tan bello y
lírico como inocente, de vivir prendado de alguien de tal manera que la mera
idea de que esa persona sufra sea como un desgarro para un mismo. Imposible,
por tanto, cualquier atisbo de violencia o daño infligido. El daño, el mal,
aparece en forma de enfermedad, de un dolor que al principio es sólo molestia y
luego se transforma en una sombra que todo lo llena, en la que el dolor físico
es lo de menos. Asiste Miguel a la decrepitud acelerada de su mujer sin que
pueda hacer nada, salvo estar ahí para contemplarlo. Como sometido a una
tortura visual, el carcelero en el que se ha transformado su existir le condena
a permanecer sentado en la butaca del cine con los ojos abiertos, como en esa
escena de “La naranja mecánica” de Kubrick, obligándole a contemplar el horror
más absoluto sin posibilidad ni de escapatoria ni de acción. Empieza un
peregrinaje de médicos, diagnósticos y valoraciones, que infunden un optimismo
externo a una paciente que aparenta una serenidad de la que carece el marido, que
como un edificio viejo, asiste al derrumbe de sus propias puertas y paredes a
medida que el terreno en el que se asienta, el amor, se reblandece y falla. Se
programa una operación, pero antes de realizarla intuye Miguel lo que va a
suceder, lo teme por encima de todo, y pese a ello no es capaz de despedirse de
Ángeles, se niega a hacerlo, lucha con todas sus fuerzas contra la realidad que
sus ojos le muestran, contra esa escena en la que, por un momento, el rostro de
la amada se desfigura por efecto del tumor, y la mirada que le ofrece es la de
la muerte en vida, la de un objeto, pero no la persona a la que él quiere y
adora. El resultado inicial de la operación es bueno, pero surgen
complicaciones, y Ángeles ya no saldrá con vida de esa clínica a la que entró
acompañada de Miguel y el resto de su familia. Como un velcro muy pegado a la
piel, su mujer le es arrancada y en el arrastre parte del cuerpo de Miguel se
va con ella, se pierde, dejando una herida imposible de cubrir de ninguna
manera. Su carrera continuó, pero él no volvió a ser él, porque él era “con
ella” y sin ella, no era él.
En
estos días se ha publicado un relato similar por parte de Fernando Savater, que
vio como de una manera igualmente brusca y cruel la enfermedad se llevaba a
Sara, el amor de su vida. Desconsolado desde hace un par de años, Savater no se
reconoce a sí mismo, se siente roto, falto de la sustancia que le componía y
animaba. Dijo hace un tiempo en una entrevista que ahora es como un niño; come,
duerma, llora… El ejercicio de escribir su experiencia no la ha exorcizado, según
ha contado en otra entrevista. Eso mismo le pasó a Miguel Delibes, que la narró
en una obra excepcional pero que, tras escribirla, imagino que sólo pudo
girarse en su escritorio y notar que, pese a las páginas, ella seguía sin estar
allí.
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