miércoles, octubre 16, 2019

Secesión


Si son lectores habituales de este pequeño hueco de la red, cosa que les agradezco profundamente, habrán notado que, tan pegados como están los comentarios a la actualidad, Cataluña es uno de los temas que no abunda, y no es por casualidad. Me produce un enorme hastío ese inmenso problema y, sobre todo, me genera melancolía, tristeza, mucha tristeza. Ver, otra vez, como el virus del nacionalismo sectario se inocula en una sociedad y la descompone, la agrieta, es doloroso. Demuestra, otra vez, que no aprendemos nada, que repetimos una y mil veces los mismos errores, que la violencia y el tribalismo siguen anidando en ostros y que políticos zafios y sectarios pueden avivarlo para defensa de sus corruptos intereses cuando les plazca.

La sentencia del Tribunal Supremo sobre los hechos de octubre de 2017 se hizo pública el lunes, y ha dejado insatisfechos a muchos. Dictamina el alto tribunal que lo sucedido fue secesión y establece unas condenas que están en el rango bajo de lo pedido por la fiscalía. Nada que no fuera la absolución iba a contentar a los independentistas que, como bebes caprichosos, sólo velan por sus espurios intereses. También han surgido muchas críticas contra el tribunal por aquellos que esperaban sentencias más duras. No esperen que yo me pronuncie al respecto, ni una exégesis de las casi quinientas páginas del fallo; de primeras porque no soy un experto en derecho y obviamente no tengo base para poder enjuiciarlo lo que allí se expone y argumenta, de segundas porque no me he leído la sentencia ni, lo reconozco, lo voy a hacer. Como he dicho en varios cafés, lo que diga el Supremo, supremo es, y se acabó. Es lo que opinaba el viernes pasado, es lo que creía el sábado al mediodía cuando se habían filtrado los detalles básicos del veredicto y es lo que creo hoy miércoles, tras dos días de montañas de artículos valorativos de todo signo y calidad. Juzga el Supremo el caso y toca aplicar las sentencias, así de sencillo. No nos encontramos ante un juicio político, ni mucho menos, como quieren hacer ver los independentistas y sus socios útiles, sino un juicio A políticos, que se parece mucho más a instrucciones como las de Bankia que a otro tipo de avatares judiciales. Se les juzga porque, en su calidad de dirigentes, usaron sus cargos para saltarse la ley, en este caso no sólo para malversar, como también los de Bankia, sino para atacar el orden legal vigente. Es tan sencillo como profundo. El que los condenados tengan gente que les jalee en las calles no tiene nada que ver con los hechos cometidos y juzgados, como no lo sería en caso contrario. El ruido político lo perturba todo, pero es así de crudo y duro como creo que debe analizarse este asunto, y todos los que tienen que ver con la política y los delitos. El Supremo no ha juzgado al independentismo, porque esa ideología no es ilegal, sino que ha juzgado a unos líderes independentistas que cometieron delitos y que se quedaron en España. Otros líderes independentistas que cometieron delitos y huyeron no han podidos ser juzgados, empezando por el fantasma puigdemoníaco, y ese es uno de los aspectos más frustrantes de todo este asunto. Imagínense que el juicio de Bankia se celebra sin la presencia de Rodrigo Rato, que hubiese huido a, pongamos, Brasil. Se realizarían las vistas, se emitiría un fallo, pero uno de los grandes presuntos culpables de lo sucedido no sería sentenciado. La huida de Puigdemont y sus secuaces, y el vergonzoso comportamiento de distintas instancias judiciales menores de naciones de la UE al respecto es uno de los temas más deprimentes de todo este avatar judicial, y de fondo el mal funcionamiento de la euroorden, que ni es euro porque los países de la UE son los que la incumplen ni es orden porque nadie las ejecuta. Una vez emitida la sentencia, son decenas, cientos, los líderes independentistas que, tras ella, siguen con su vida normal, como el resto de ciudadanos del país, porque no han cometido delito alguno, por lo que, como habrá que repetir una y mil veces, juzgar un delito no es juzgar unas ideas, sino juzgar un delito. Y no hay ideas que amparen la comisión de delitos. Delinquir es delinquir, sin apellido alguno.

Escenas de violencia como las vividas esta noche en Barcelona y otras ciudades catalanas empezarán a ser cada vez más frecuentes, una vez que el virus de la intolerancia nacionalista sembrada por Puigdemont, Torra y demás sujetos ha calado en capas no pequeñas de aquella sociedad, y la radicalidad se ve justificada por el entorno comprensivo. Cuesta muy poco soltar el genio de la violencia irracional, y se tardan años, décadas, en volver a encerrarlo en la botella de la que nunca debió salir. Habrá detenciones y condenas, pero los culpables últimos de esos altercados son los políticos que han mentido, manipulado, engañado a su sociedad con una ensoñación falsa, mientras ellos robaban lo que querían. El nacionalismo, siempre mentiroso sea cual sea su apellido, sólo genera destrozos.

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