Si
son lectores habituales de este pequeño hueco de la red, cosa que les agradezco
profundamente, habrán notado que, tan pegados como están los comentarios a la
actualidad, Cataluña es uno de los temas que no abunda, y no es por casualidad.
Me produce un enorme hastío ese inmenso problema y, sobre todo, me genera
melancolía, tristeza, mucha tristeza. Ver, otra vez, como el virus del
nacionalismo sectario se inocula en una sociedad y la descompone, la agrieta,
es doloroso. Demuestra, otra vez, que no aprendemos nada, que repetimos una y
mil veces los mismos errores, que la violencia y el tribalismo siguen anidando
en ostros y que políticos zafios y sectarios pueden avivarlo para defensa de
sus corruptos intereses cuando les plazca.
La
sentencia del Tribunal Supremo sobre los hechos de octubre de 2017 se hizo
pública el lunes, y ha dejado insatisfechos a muchos. Dictamina el alto
tribunal que lo sucedido fue secesión y establece unas condenas que están en el
rango bajo de lo pedido por la fiscalía. Nada que no fuera la absolución iba a
contentar a los independentistas que, como bebes caprichosos, sólo velan por
sus espurios intereses. También han surgido muchas críticas contra el tribunal
por aquellos que esperaban sentencias más duras. No esperen que yo me pronuncie
al respecto, ni una exégesis de las casi quinientas páginas del fallo; de
primeras porque no soy un experto en derecho y obviamente no tengo base para
poder enjuiciarlo lo que allí se expone y argumenta, de segundas porque no me
he leído la sentencia ni, lo reconozco, lo voy a hacer. Como he dicho en varios
cafés, lo que diga el Supremo, supremo es, y se acabó. Es lo que opinaba el
viernes pasado, es lo que creía el sábado al mediodía cuando se habían filtrado
los detalles básicos del veredicto y es lo que creo hoy miércoles, tras dos
días de montañas de artículos valorativos de todo signo y calidad. Juzga el
Supremo el caso y toca aplicar las sentencias, así de sencillo. No nos
encontramos ante un juicio político, ni mucho menos, como quieren hacer ver los
independentistas y sus socios útiles, sino un juicio A políticos, que se parece
mucho más a instrucciones como las de Bankia que a otro tipo de avatares
judiciales. Se les juzga porque, en su calidad de dirigentes, usaron sus cargos
para saltarse la ley, en este caso no sólo para malversar, como también los de
Bankia, sino para atacar el orden legal vigente. Es tan sencillo como profundo.
El que los condenados tengan gente que les jalee en las calles no tiene nada
que ver con los hechos cometidos y juzgados, como no lo sería en caso
contrario. El ruido político lo perturba todo, pero es así de crudo y duro como
creo que debe analizarse este asunto, y todos los que tienen que ver con la política
y los delitos. El Supremo no ha juzgado al independentismo, porque esa ideología
no es ilegal, sino que ha juzgado a unos líderes independentistas que
cometieron delitos y que se quedaron en España. Otros líderes independentistas
que cometieron delitos y huyeron no han podidos ser juzgados, empezando por el
fantasma puigdemoníaco, y ese es uno de los aspectos más frustrantes de todo
este asunto. Imagínense que el juicio de Bankia se celebra sin la presencia de
Rodrigo Rato, que hubiese huido a, pongamos, Brasil. Se realizarían las vistas,
se emitiría un fallo, pero uno de los grandes presuntos culpables de lo
sucedido no sería sentenciado. La huida de Puigdemont y sus secuaces, y el
vergonzoso comportamiento de distintas instancias judiciales menores de
naciones de la UE al respecto es uno de los temas más deprimentes de todo este
avatar judicial, y de fondo el mal funcionamiento de la euroorden, que ni es
euro porque los países de la UE son los que la incumplen ni es orden porque
nadie las ejecuta. Una vez emitida la sentencia, son decenas, cientos, los líderes
independentistas que, tras ella, siguen con su vida normal, como el resto de
ciudadanos del país, porque no han cometido delito alguno, por lo que, como
habrá que repetir una y mil veces, juzgar un delito no es juzgar unas ideas,
sino juzgar un delito. Y no hay ideas que amparen la comisión de delitos. Delinquir
es delinquir, sin apellido alguno.
Escenas
de violencia como las vividas esta noche en Barcelona y otras ciudades
catalanas empezarán a ser cada vez más frecuentes, una vez que el virus de
la intolerancia nacionalista sembrada por Puigdemont, Torra y demás sujetos ha
calado en capas no pequeñas de aquella sociedad, y la radicalidad se ve
justificada por el entorno comprensivo. Cuesta muy poco soltar el genio de la
violencia irracional, y se tardan años, décadas, en volver a encerrarlo en la
botella de la que nunca debió salir. Habrá detenciones y condenas, pero los
culpables últimos de esos altercados son los políticos que han mentido,
manipulado, engañado a su sociedad con una ensoñación falsa, mientras ellos
robaban lo que querían. El nacionalismo, siempre mentiroso sea cual sea su
apellido, sólo genera destrozos.
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