lunes, octubre 14, 2019

Una butaca de cine


Una de las cosas que me parecen asombrosas de vivir en una gran ciudad como Madrid es que cada día, paseando por la calle, en el transporte público, donde sea, se cruza uno con un montón de personas que, probablemente, nunca vuelva a encontrar en su vida. Soy regular en mis horarios para venir al trabajo, y ahí suele haber coincidencias y rostros que acaban siendo familiares, pero lo habitual es hacer acopio de imágenes de personas que pasan fugazmente por la existencia de uno mismo, que comparten por unos instantes espacio y tiempo, y que luego desaparecen, abandonan ese conjunto intersección que la casualidad nos ha dado y se hunden en el vacío infinito de la cambiante realidad. Vidas que van y vienen y, unos segundos, se cruzan.

Este sábado fui al cine, solo, y me tocó el penúltimo asiento de una fila, junto al pasillo, en la zona más bien cercana a la pantalla. Compré la entrada el día anterior porque la película, Joker, tiene una muy alta demanda, y aun así no abundaban los huecos. Cuando adquirí la entrada toda la fila a mi derecha estaba llena y el sitio que, a mi izquierda, completaba el rango, seguía libre, pero no sabía si eso iba a ser así o no en el momento en el que me senté en mi butaca. Pensé para mi que si alguien lo ocupaba también vendría sólo, casi son seguridad, y que compartiría la peli con ese acompañante sin saber nada de él, sin conocerle, dos horas a oscuras en una sala llena. Pocos minutos antes de que comenzasen los anuncios llegó la persona que ocuparía esa butaca durante la película, y resultó ser una chica de esas que a uno le llenan de interés y hacen plantearse hasta qué punto la vida es un fracaso por no haber acabado al lado de alguien así. De aspecto moderno, diría que más de treinta años, aunque soy malo para las edades. De pelo largo ondulado, gafas de pasta modernas, americana, camiseta blanca y pantalones vaqueros con los ya habituales rotos, pero de esos que son comprados con rasgado hecho, zapatillas deportivas y bolso pequeño, discreto. Nos dijimos el “hola” de cortesía que se dedican dos desconocidos y que no tiene significado alguno, y se sentó en la butaca. Al poco de asentarse, dejó en ella algunas de sus pertenencias y, coincidiendo con el inicio de la publicidad, volvió con un refresco comprado en el bar del cine, que sorbía con pajita sin hacer apenas ruido. Durante la sesión de anuncios que nos echaron, de duración y pesadez creciente, no pudo evitar la tentación moderna y entró en Instagram para ver algo, pero fue una consulta rápida, fugaz, de apenas un anuncio. Volvió a meter el móvil en el bolso y no tengo la sensación o recuerdo de que lo volviera a utilizar durante todo el resto de la sesión, cosa que, lamentablemente, cada vez es más infrecuente. Al comenzar la película estiró sus piernas y se puso algo más cómoda, sin quitarse la americana en ningún momento, y cogió una postura algo ladeada, porque no estábamos en el centro de la sala, pese a tener un diseño moderno, el centro de la imagen estaba algo escorado hacia nuestra derecha. A medida que avanzaba la proyección y la historia se retorcía, me surgía la duda de si le estaría gustando. No ya si le haría gracia lo que veía, dado que no es precisamente una película cómica, pero sí me empezaba a intrigar hasta qué punto lo que veía le llamaba la atención, correspondía a sus expectativas, le causaba repulsión o inquietud… y me contestaba a mi mismo que no habría forma de saberlo nunca. Apenas centímetros de distancia separaban nuestros cuerpos y, sobre todo, nuestras mentes, que estaban concentradas en lo que veían, pero podían estar situadas a años luz en gustos, aficiones, apetencias, vivencias y cualquier otro tipo de experiencia o sensación. Éramos dos absolutos extraños que, esta vez, habíamos coincidido por un tiempo largo, dos horas de película y un montón de anuncios, y que tras acabarse la proyección volveríamos a divergir. La peli terminó, se encendieron las luces y, al poco de empezar los títulos de crédito, se levantó de su asiento rumbo a la salida. Me quede un rato en la sala pensando en lo visto y en ella, en la belleza desaparecida entre las luces de “exit” que ya no iba a ver más.

Salí del cine y, en la calle, oh sorpresa, me esperaba una tormenta para nada prevista en el pronóstico meteorológico. Desprevenido, corrí hasta el tejadillo de un local de espectáculos cercando para guarecerme de la lluvia, que caía con ganas. En el cielo que contemplaba de fondo, los rayos se sucedían, y el edificio de Telefónica de gran Vía se apreciaba, rojo, envuelto en descargas. Corría la gente para evitar mojarse, y al verles me daba cuenta de que, quizás, o no, una de las personas que corría para protegerse del chubasco era la chica con la que compartí la película, si se puede usar ese verbo, y que su recuerdo, su rostro apenas esbozado, se diluirá entre muchos otros miles de desconocidos a lo largo de mi vida como, usemos una metáfora de cine, lágrimas en la lluvia. Ya si eso mañana les cuento qué me pareció la muy alabada Joker.

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