Antes
de que las tropas nazis desatasen la más cruel e inmensa de las guerras que en
el mundo han sido, hubo otra guerra europea, que al terminar se denominó “la
gran guerra” porque dejaba empequeñecidas a todas las anteriores en crueldad,
destrucción o absurdo. Tras la derrota del fascismo se denominó a esta como II
Guerra Mundial y a aquella anterior como I Guerra Mundial. Los desastres,
extensión y consecuencias de la segunda opacaron a la primera, pero es curioso
ver que cuando uno visita localidades del centro y norte europeo muchos
memoriales y placas se dedican a los caídos en la primera, de ella es el
recuerdo más intenso.
1917,
la última película de San Mendes, no sitúa en uno de esos frentes europeos de
la ya avanzada contienda, donde soldados de uno y otro ejército se miran y
controlan desde trincheras que horadan el suelo hasta convertirlo en madrigueras
de topos y tumbas de hombres. En ese momento de las hostilidades todo el centro
del continente, especialmente la frontera franco alemana y la zona de Bélgica
son un hervidero de trincheras, una especie de estructura similar a las
arterias y vena de un cuerpo que se extiende kilómetros y kilómetros sin fin,
sin que sirva para llegar a ninguna parte, sin que permita hacer nada más que
disparar, recibir, sufrir y morir. Cada cierto tiempo nuevas remesas de jóvenes
llegan para reemplazar a los muertos que se pudren por doquier, y son lanzados
al exterior de la fosa, siendo liquidados muchos de ellos en apenas minutos,
formando parte desde entonces del abono de un terreno torturado que no deja de
ser molido por la artillería, convertido en un paisaje lunar de vacío,
destrucción y mierda. Y así es Europa desde hace algo más de dos años, y así
seguirá siéndolo aún durante un año más, la misma expresión del infierno que
soñaron los poetas y pintores de tiempos pasados, que tuvieron en la miseria y
las guerras medievales una aproximación a tan funesta idea pero que ni en sus
sueños más horrendos hubieran sido capaz de imaginar hasta qué punto se podía
hacer de intensa y real su figuración demoniaca. La película, que técnicamente
es un prodigio, pone todos sus recursos al servicio de una historia que, como
miles, se sucedieron en ese frente, donde unos soldados tratan de sobrevivir en
medio de la locura, buscando en todo momento conseguir su misión, que es
trascendental para que algunos pocos se salven. Seguramente todos son
conscientes de la inutilidad de sus esfuerzos, pero luchan de manera denodada
por ello, y ese absurdo, esa determinación, ese cumplir la obligación, es lo
que la película trasmite de manera ejemplar. Y sobre todo, lo que transmite es
el miedo, la desolación, el absoluto horror que viven sus protagonistas,
encarnando piezas de quita y pon, soldados cuya valía como personas es nula en
un contexto en el que las picadoras de carne trabajan a destajo y en el que los
cuerpos no son sino osarios andantes que van camino de convertirse en podredumbre.
El reparto, con caras muy desconocidas, al menos para mi, recrea esas
sensaciones con autenticidad, y el espectador, introducido hasta el tuétano en
un lugar que aborrece y del que desea escapar con todas sus fuerzas, no puede
hacer otra cosa que mirar, mirar sin parar, casi sin pestañear, conmovido por
lo que observa y muerto de miedo ante la imposibilidad de escapar. Cada
escenario que se muestra, que tiene un grado particular de belleza, esconde lo
peor imaginable, no en forma de monstruo fantástico, sino de presencia certera
de la muerte encarnada en el otro, en el enemigo, a veces muy real, casi
siempre oculto, pero en todo momento presente en el desánimo general. No hay
ejercicios de patrioterismo ni mensajes de unas naciones sobre otras, sólo hombres
perdidos que cumplen órdenes, buscando salvarse del morir.
En su obra, además de todos
los méritos cinematográficos que puedan imaginarse, Mendes muestra la guerra en
toda su crudeza y vacío, como ya lo hiciera antes Spielberg en su salvado
soldado Ryan o Nolan en la playa de Dunquerque, por no remontarnos a clásicos
imperecederos del pasado, pero en la obra que hoy nos ocupa no hay descanso, no
hay redención, no hay momentos de relax, no existe la huida, ni el refugio,
apenas da sombra el árbol junto al que pretende descansar uno de los protagonistas,
todo es desolación. Y eso era Europa en 1917, y lo fue en siglos pasados, y lo
volvió a ser pocas décadas después. Está en nuestra mano, cada día, evitar que vuelva
a suceder algo así, evitar que, como hemos hecho a lo largo de casi toda nuestra
historia, nos matemos con la mayor de las sañas posibles. Eso también lo cuenta
1917.
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