martes, enero 14, 2020

1917, la guerra

Antes de que las tropas nazis desatasen la más cruel e inmensa de las guerras que en el mundo han sido, hubo otra guerra europea, que al terminar se denominó “la gran guerra” porque dejaba empequeñecidas a todas las anteriores en crueldad, destrucción o absurdo. Tras la derrota del fascismo se denominó a esta como II Guerra Mundial y a aquella anterior como I Guerra Mundial. Los desastres, extensión y consecuencias de la segunda opacaron a la primera, pero es curioso ver que cuando uno visita localidades del centro y norte europeo muchos memoriales y placas se dedican a los caídos en la primera, de ella es el recuerdo más intenso.

1917, la última película de San Mendes, no sitúa en uno de esos frentes europeos de la ya avanzada contienda, donde soldados de uno y otro ejército se miran y controlan desde trincheras que horadan el suelo hasta convertirlo en madrigueras de topos y tumbas de hombres. En ese momento de las hostilidades todo el centro del continente, especialmente la frontera franco alemana y la zona de Bélgica son un hervidero de trincheras, una especie de estructura similar a las arterias y vena de un cuerpo que se extiende kilómetros y kilómetros sin fin, sin que sirva para llegar a ninguna parte, sin que permita hacer nada más que disparar, recibir, sufrir y morir. Cada cierto tiempo nuevas remesas de jóvenes llegan para reemplazar a los muertos que se pudren por doquier, y son lanzados al exterior de la fosa, siendo liquidados muchos de ellos en apenas minutos, formando parte desde entonces del abono de un terreno torturado que no deja de ser molido por la artillería, convertido en un paisaje lunar de vacío, destrucción y mierda. Y así es Europa desde hace algo más de dos años, y así seguirá siéndolo aún durante un año más, la misma expresión del infierno que soñaron los poetas y pintores de tiempos pasados, que tuvieron en la miseria y las guerras medievales una aproximación a tan funesta idea pero que ni en sus sueños más horrendos hubieran sido capaz de imaginar hasta qué punto se podía hacer de intensa y real su figuración demoniaca. La película, que técnicamente es un prodigio, pone todos sus recursos al servicio de una historia que, como miles, se sucedieron en ese frente, donde unos soldados tratan de sobrevivir en medio de la locura, buscando en todo momento conseguir su misión, que es trascendental para que algunos pocos se salven. Seguramente todos son conscientes de la inutilidad de sus esfuerzos, pero luchan de manera denodada por ello, y ese absurdo, esa determinación, ese cumplir la obligación, es lo que la película trasmite de manera ejemplar. Y sobre todo, lo que transmite es el miedo, la desolación, el absoluto horror que viven sus protagonistas, encarnando piezas de quita y pon, soldados cuya valía como personas es nula en un contexto en el que las picadoras de carne trabajan a destajo y en el que los cuerpos no son sino osarios andantes que van camino de convertirse en podredumbre. El reparto, con caras muy desconocidas, al menos para mi, recrea esas sensaciones con autenticidad, y el espectador, introducido hasta el tuétano en un lugar que aborrece y del que desea escapar con todas sus fuerzas, no puede hacer otra cosa que mirar, mirar sin parar, casi sin pestañear, conmovido por lo que observa y muerto de miedo ante la imposibilidad de escapar. Cada escenario que se muestra, que tiene un grado particular de belleza, esconde lo peor imaginable, no en forma de monstruo fantástico, sino de presencia certera de la muerte encarnada en el otro, en el enemigo, a veces muy real, casi siempre oculto, pero en todo momento presente en el desánimo general. No hay ejercicios de patrioterismo ni mensajes de unas naciones sobre otras, sólo hombres perdidos que cumplen órdenes, buscando salvarse del morir.

En su obra, además de todos los méritos cinematográficos que puedan imaginarse, Mendes muestra la guerra en toda su crudeza y vacío, como ya lo hiciera antes Spielberg en su salvado soldado Ryan o Nolan en la playa de Dunquerque, por no remontarnos a clásicos imperecederos del pasado, pero en la obra que hoy nos ocupa no hay descanso, no hay redención, no hay momentos de relax, no existe la huida, ni el refugio, apenas da sombra el árbol junto al que pretende descansar uno de los protagonistas, todo es desolación. Y eso era Europa en 1917, y lo fue en siglos pasados, y lo volvió a ser pocas décadas después. Está en nuestra mano, cada día, evitar que vuelva a suceder algo así, evitar que, como hemos hecho a lo largo de casi toda nuestra historia, nos matemos con la mayor de las sañas posibles. Eso también lo cuenta 1917.

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