jueves, enero 30, 2020

A un día del Brexit


Ayer el Parlamento Europeo vivió uno de los días más importantes, y tristes, de su historia, y me fastidia mucho que el indigno Puigdemont fuese uno de los testigos de ese acontecimiento. En una votación, por mayoría absoluta rotunda, aprobó el acuerdo del Brexit y ratificó el amputamiento de la UE, el corte de uno de sus miembros. Entre la congoja generalizada y el mínimo entusiasmo de los populistas de Farage, uno de los principales causantes de este desaguisado, la ratificación da vía libre legal a la desconexión del Reino Unido de la UE, que se producirá a las 24 horas de mañana viernes 31. Se acabará el mes y la pertenencia de los británicos al club común

Desde que se produjo el condenado referéndum de 2016 todo ha sido un camino de penalidades y sufrimientos autoinflingidos para el club comunitario y, sobre todo, para el Reino Unido. El que ha sido uno de los países más pragmáticos y serios del mundo, responsable con sus compromisos e intereses por encima de todo, fue abordado por una ola de populismo que consiguió llevar el patético comportamiento que despliegan los adolescentes guiris en las urbanizaciones de Magaluf hasta el mismo corazón de las instituciones que flanquean toda la avenida de WhiteHall, sede del poder en aquel país. Todo lo sucedido es la crónica de un fracaso político y social, de una decisión errónea que no deja ganancias para nadie, y que sólo alberga la duda de cuántas serán las pérdidas futuras para todos los implicados y cómo se repartirán. La existencia de un gobierno estable en Londres garantiza que los acuerdos que se puedan firmar entre la UE y Reino Unido sean ratificados y llevados a cabo a la práctica sin dilaciones ni rémoras, pero nada dice sobre las posibilidades de que esos acuerdos sean realmente alcanzados. De hecho, el acuerdo de Brexit ratificado ayer por la cámara europea no es sino el primero de los muchos acuerdos que deben suscribirse entre ambas partes para establecer cuál será la relación futura. Y esa relación es, como la niebla cuando se impone en el canal, una sombra misteriosa. La complejidad de lo que viene ahora para ambas partes es enorme, y la presión mutua también, y la incapacidad de alcanzar acuerdos un riesgo compartido que aumentará los daños. De momento el 1 de febrero el Reino Unido ya no tiene voz y voto en la UE, sus parlamentarios dejan de serlo y su representación institucional decae, pero la relación comercial sigue sujeta a las normas que estaban el vigor el 31 de enero. ¿Cuál será la relación futura entre ambos lados del canal? Nadie lo sabe. La pretensión británica de recuperar soberanía chocará en la práctica con el tupido tejido de relaciones profesionales, empresariales y de todo tipo que existen entre las economías y sociedades de ambos lados, y el desligar esas bridas que nos unen es mucho más costoso y difícil. ¿Jugará Londres a ser un paraíso fiscal a las puertas de la UE? ¿Qué tipo de tratado comercial firmará con unos EEUU en los que la veleta Trump les da una imprevisibilidad absoluta? ¿Cuándo será consciente el Reino Unido de que, al salir de la UE, se convierte en otro pequeño país europeo, cada vez más irrelevante? Las naciones de esta parte del mundo que llamamos Europa pintamos algo en la economía global si trabajamos de manera conjunta y coordinada, su aunamos esfuerzos y posiciones, porque ante el gigante norteamericano y chino nuestra insignificancia es cada vez mayor. Muchos británicos añoran la época, no tan lejana, en la que ellos eran el centro del imperio, pero eso ya pasó. Como España hace más de un siglo, tienen pendiente la digestión de la pérdida del poder global, la asunción de que no serán ya más los rectores del mundo. Y eso es un proceso duro, difícil, que exige madurez como nación y templanza. Hace unos años hubiera dicho que Reino Unido era un país capaz de afrontar ese reto con las mejores garantías posibles, pero hoy ya no puedo afirmar eso.

Una derivada interna para los británicos, que se abre con toda su crudeza a partir del sábado 1 de febrero, es su estabilidad interna como nación, su unidad como reino. El problema de Escocia e Irlanda empezará a adquirir una dimensión mucho más relevante una vez que el Brexit empieza a convertirse en realidad, y no está nada claro cómo van a gestionar desde Londres esas dos tensiones territoriales, de una complejidad enorme. Eso será un gran quebradero de cabeza para el gobierno británico y añadirá confusión a las negociaciones con la UE para la relación futura. El próximo fin de semana los populistas y nacionalistas están de fiesta, para el resto será una fecha triste, en la que no habrá nada que celebrar, y sí mucho que lamentar. Se nos van los british.

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