Ayer
el Parlamento Europeo vivió uno de los días más importantes, y tristes, de su
historia, y me fastidia mucho que el indigno Puigdemont fuese uno de los
testigos de ese acontecimiento. En
una votación, por mayoría absoluta rotunda, aprobó el acuerdo del Brexit y
ratificó el amputamiento de la UE, el corte de uno de sus miembros. Entre
la congoja generalizada y el mínimo entusiasmo de los populistas de Farage, uno
de los principales causantes de este desaguisado, la ratificación da vía libre
legal a la desconexión del Reino Unido de la UE, que se producirá a las 24
horas de mañana viernes 31. Se acabará el mes y la pertenencia de los británicos
al club común
Desde que se produjo el
condenado referéndum de 2016 todo ha sido un camino de penalidades y
sufrimientos autoinflingidos para el club comunitario y, sobre todo, para el Reino
Unido. El que ha sido uno de los países más pragmáticos y serios del mundo,
responsable con sus compromisos e intereses por encima de todo, fue abordado
por una ola de populismo que consiguió llevar el patético comportamiento que
despliegan los adolescentes guiris en las urbanizaciones de Magaluf hasta el
mismo corazón de las instituciones que flanquean toda la avenida de WhiteHall,
sede del poder en aquel país. Todo lo sucedido es la crónica de un fracaso político
y social, de una decisión errónea que no deja ganancias para nadie, y que sólo
alberga la duda de cuántas serán las pérdidas futuras para todos los implicados
y cómo se repartirán. La existencia de un gobierno estable en Londres garantiza
que los acuerdos que se puedan firmar entre la UE y Reino Unido sean
ratificados y llevados a cabo a la práctica sin dilaciones ni rémoras, pero
nada dice sobre las posibilidades de que esos acuerdos sean realmente
alcanzados. De hecho, el acuerdo de Brexit ratificado ayer por la cámara
europea no es sino el primero de los muchos acuerdos que deben suscribirse
entre ambas partes para establecer cuál será la relación futura. Y esa relación
es, como la niebla cuando se impone en el canal, una sombra misteriosa. La
complejidad de lo que viene ahora para ambas partes es enorme, y la presión
mutua también, y la incapacidad de alcanzar acuerdos un riesgo compartido que
aumentará los daños. De momento el 1 de febrero el Reino Unido ya no tiene voz
y voto en la UE, sus parlamentarios dejan de serlo y su representación
institucional decae, pero la relación comercial sigue sujeta a las normas que
estaban el vigor el 31 de enero. ¿Cuál será la relación futura entre ambos
lados del canal? Nadie lo sabe. La pretensión británica de recuperar soberanía
chocará en la práctica con el tupido tejido de relaciones profesionales,
empresariales y de todo tipo que existen entre las economías y sociedades de
ambos lados, y el desligar esas bridas que nos unen es mucho más costoso y difícil.
¿Jugará Londres a ser un paraíso fiscal a las puertas de la UE? ¿Qué tipo de
tratado comercial firmará con unos EEUU en los que la veleta Trump les da una
imprevisibilidad absoluta? ¿Cuándo será consciente el Reino Unido de que, al
salir de la UE, se convierte en otro pequeño país europeo, cada vez más irrelevante?
Las naciones de esta parte del mundo que llamamos Europa pintamos algo en la
economía global si trabajamos de manera conjunta y coordinada, su aunamos
esfuerzos y posiciones, porque ante el gigante norteamericano y chino nuestra
insignificancia es cada vez mayor. Muchos británicos añoran la época, no tan
lejana, en la que ellos eran el centro del imperio, pero eso ya pasó. Como
España hace más de un siglo, tienen pendiente la digestión de la pérdida del
poder global, la asunción de que no serán ya más los rectores del mundo. Y eso
es un proceso duro, difícil, que exige madurez como nación y templanza. Hace
unos años hubiera dicho que Reino Unido era un país capaz de afrontar ese reto
con las mejores garantías posibles, pero hoy ya no puedo afirmar eso.
Una
derivada interna para los británicos, que se abre con toda su crudeza a partir
del sábado 1 de febrero, es su estabilidad interna como nación, su unidad como reino.
El problema de Escocia e Irlanda empezará a adquirir una dimensión mucho más
relevante una vez que el Brexit empieza a convertirse en realidad, y no está
nada claro cómo van a gestionar desde Londres esas dos tensiones territoriales,
de una complejidad enorme. Eso será un gran quebradero de cabeza para el gobierno
británico y añadirá confusión a las negociaciones con la UE para la relación
futura. El próximo fin de semana los populistas y nacionalistas están de
fiesta, para el resto será una fecha triste, en la que no habrá nada que celebrar,
y sí mucho que lamentar. Se nos van los british.
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