lunes, enero 27, 2020

75 años de Auschwitz


Hoy se cumplen setenta y cinco años desde la fecha en la que las tropas soviéticas, en su avance por Polonia rumbo a Berlín, descubrieron Auschwitz, y según el relato oficial, lo liberaron. Creo que el término liberación no es muy exacto en este caso, porque lo que encontraron los soviéticos fue a unos pocos miles de personas que eran espectros, humanos en su más baja condición, despojos que no habían sido aún exterminados por la maquinaria nazi ni llevados por los guardias en su huida del campo, donde unos sesenta mil presos fueron conducidos por bosques y estepas en las caravanas de la muerte. Lo que encontraron los soviéticos era casi la nada, apenas seres vivos.

Auschwitz se escapa de la comprensión humana y, paradójicamente, es uno de los lugares y conceptos que mejor nos puede definir como especie. No ha sido la matanza nazi la mayor de la historia, es probable que el gulag soviético la superase en dimensión, se quedó en poca cosa respecto a la masacre perpetrada por el maoísmo en china, en proporción nada es comparable al exterminio organizado por los jémeres rojos en Camboya, y en velocidad nada alcanza el grado al que se llegó por parte de los hutus contra los tutsis en Ruanda, con meses de machetazos, pero es Auschwitz el epítome del mal porque expresa el deseo concienzudo de su ejecución, la expresión de la más frías mentes a la hora de diseñar, ejecutar y terminar un plan trazado negro sobre blanco, cuyo fin es el exterminio de un grupo humano. Hay un componente de racionalidad profunda en la concepción de Auschwitz que aterra mucho más que todos los anteriores casos, porque no es fruto de un calentón, de un estallido de ira incontrolado, alentado por fanáticos o desatado de la nada, no, sino el fruto de esfuerzos de pensamiento humano, de trabajo de ingenieros, funcionarios, militares, industriales, y otros muchos gremios y profesiones, que se encaminaron hacia el objetivo común del exterminio. Es Auschwitz una fábrica industrial moderna diseñada para matar, para exterminar, una estructura que consume almas y cuerpos para generar ceniza, calor y vacío. Una empresa como cualquier otra que uno pueda imaginarse, con su contabilidad, sus gestores, sus empleados, sus analistas, que cuenta cadáveres en vez de, pongamos, fertilizante empleado, y lleva una tabulación del número de exterminados con unos objetivos de una manera casi idéntica a los que un banco analiza su cuenta de resultados. Auschwitz eleva el asesinato a una dimensión y frialdad tan absoluta como pavorosa, y por eso produce un vértigo total, porque algo así sólo puede ser fruto de la mente humana, de la poderosa y desarrollada mente humana. Nada en el mundo que no sea humano es capaz de crear algo así, y nada que no sea la mente humana puede acabar de abarcarlo. Un sentimiento común de los supervivientes es el de la incredulidad, la incapacidad de relatar de manera creíble lo que han vivido, porque es imposible hacerse a la idea de lo que allí pasaba, es necesario que uno sea capaz de imaginar lo que sucedió para asumirlo como real, pero lo más aberrante de Auschwitz es, precisamente, el absoluto raciocinio humano que impera en todo su concepto. En su diseño, en su ubicación planificada, en su proceso de crecimiento desde un campo de concentración hasta el núcleo del exterminio judío en el este, en la creación de campos paralelos hasta la conversión en un complejo con Birkenau como satélite y un entramado industrial anejo que se surtía de esclavos para sus fines productivos, en la logística de transporte necesaria para abastecer de trenes cargados de personas que, a un ritmo de varios miles al día, eran asesinadas de una manera tan eficiente y rápida como hasta entonces no se había visto nunca… en todas sus dimensiones Auschwitz es, sin duda, una creación que sólo puede ser humana, y asomarse al horror absoluto de su concepción es comprobar que, en cada uno de nosotros, puede llegar a existir un monstruo capaz de diseñar, colaborar y apoyar algo semejante. Auschwitz nos demuestra, sin posibilidad de escapar, que el mal está en nosotros mismos, y su recuerdo se convierte en una señal que marca lo que, si una vez llegó a pasar, puede volver a suceder.

Hoy, setenta y cinco años después de que el mundo empezase a ver aquello, los testigos se mueren, apenas quedan puñados. Cuando desaparezcan del todo será responsabilidad absoluta de los que ahora vivimos el mantener vivo su recuerdo, para evitar que algo así pueda volver a suceder jamás. En la bruma de unas historias personales que empiezan a ser historia pasada, la llama del antisemitismo y del fanatismo nacionalista vuelve a brotar, y ese mal que nunca cesa se revuelve otra vez ante nosotros, usando nuestros miedos para buscar culpables de las dudas que nos corroen. Hace no mucho, no muy lejos, fue el lema de una exposición itinerante que el año pasado recaló en Madrid. Recordemos siempre para no repetir nunca.

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