Hoy se cumplen
setenta y cinco años desde la fecha en la que las tropas soviéticas, en su
avance por Polonia rumbo a Berlín, descubrieron Auschwitz, y según el
relato oficial, lo liberaron. Creo que el término liberación no es muy exacto
en este caso, porque lo que encontraron los soviéticos fue a unos pocos miles
de personas que eran espectros, humanos en su más baja condición, despojos que
no habían sido aún exterminados por la maquinaria nazi ni llevados por los
guardias en su huida del campo, donde unos sesenta mil presos fueron conducidos
por bosques y estepas en las caravanas de la muerte. Lo que encontraron los
soviéticos era casi la nada, apenas seres vivos.
Auschwitz
se escapa de la comprensión humana y, paradójicamente, es uno de los lugares y
conceptos que mejor nos puede definir como especie. No ha sido la matanza nazi
la mayor de la historia, es probable que el gulag soviético la superase en
dimensión, se quedó en poca cosa respecto a la masacre perpetrada por el maoísmo
en china, en proporción nada es comparable al exterminio organizado por los jémeres
rojos en Camboya, y en velocidad nada alcanza el grado al que se llegó por
parte de los hutus contra los tutsis en Ruanda, con meses de machetazos, pero
es Auschwitz el epítome del mal porque expresa el deseo concienzudo de su
ejecución, la expresión de la más frías mentes a la hora de diseñar, ejecutar y
terminar un plan trazado negro sobre blanco, cuyo fin es el exterminio de un
grupo humano. Hay un componente de racionalidad profunda en la concepción de
Auschwitz que aterra mucho más que todos los anteriores casos, porque no es
fruto de un calentón, de un estallido de ira incontrolado, alentado por fanáticos
o desatado de la nada, no, sino el fruto de esfuerzos de pensamiento humano, de
trabajo de ingenieros, funcionarios, militares, industriales, y otros muchos
gremios y profesiones, que se encaminaron hacia el objetivo común del
exterminio. Es Auschwitz una fábrica industrial moderna diseñada para matar,
para exterminar, una estructura que consume almas y cuerpos para generar
ceniza, calor y vacío. Una empresa como cualquier otra que uno pueda
imaginarse, con su contabilidad, sus gestores, sus empleados, sus analistas, que
cuenta cadáveres en vez de, pongamos, fertilizante empleado, y lleva una
tabulación del número de exterminados con unos objetivos de una manera casi idéntica
a los que un banco analiza su cuenta de resultados. Auschwitz eleva el
asesinato a una dimensión y frialdad tan absoluta como pavorosa, y por eso
produce un vértigo total, porque algo así sólo puede ser fruto de la mente
humana, de la poderosa y desarrollada mente humana. Nada en el mundo que no sea
humano es capaz de crear algo así, y nada que no sea la mente humana puede
acabar de abarcarlo. Un sentimiento común de los supervivientes es el de la
incredulidad, la incapacidad de relatar de manera creíble lo que han vivido,
porque es imposible hacerse a la idea de lo que allí pasaba, es necesario que
uno sea capaz de imaginar lo que sucedió para asumirlo como real, pero lo más
aberrante de Auschwitz es, precisamente, el absoluto raciocinio humano que
impera en todo su concepto. En su diseño, en su ubicación planificada, en su
proceso de crecimiento desde un campo de concentración hasta el núcleo del
exterminio judío en el este, en la creación de campos paralelos hasta la
conversión en un complejo con Birkenau como satélite y un entramado industrial
anejo que se surtía de esclavos para sus fines productivos, en la logística de
transporte necesaria para abastecer de trenes cargados de personas que, a un
ritmo de varios miles al día, eran asesinadas de una manera tan eficiente y rápida
como hasta entonces no se había visto nunca… en todas sus dimensiones Auschwitz
es, sin duda, una creación que sólo puede ser humana, y asomarse al horror
absoluto de su concepción es comprobar que, en cada uno de nosotros, puede
llegar a existir un monstruo capaz de diseñar, colaborar y apoyar algo semejante.
Auschwitz nos demuestra, sin posibilidad de escapar, que el mal está en
nosotros mismos, y su recuerdo se convierte en una señal que marca lo que, si
una vez llegó a pasar, puede volver a suceder.
Hoy,
setenta y cinco años después de que el mundo empezase a ver aquello, los
testigos se mueren, apenas quedan puñados. Cuando desaparezcan del todo será
responsabilidad absoluta de los que ahora vivimos el mantener vivo su recuerdo,
para evitar que algo así pueda volver a suceder jamás. En la bruma de unas
historias personales que empiezan a ser historia pasada, la llama del
antisemitismo y del fanatismo nacionalista vuelve a brotar, y ese mal que nunca
cesa se revuelve otra vez ante nosotros, usando nuestros miedos para buscar
culpables de las dudas que nos corroen. Hace no mucho, no muy lejos, fue el
lema de una exposición itinerante que el año pasado recaló en Madrid.
Recordemos siempre para no repetir nunca.
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