jueves, enero 16, 2020

Cartas de amor


¿Hace cuánto tiempo que no escribe una carta? ¿O que no la recibe? No cuente entre estas últimas las de los bancos o facturas diversas, que se entienden caligráficamente bien pero conceptualmente mal. Escribir y recibir misivas se ha convertido en una rareza, los buzones físicos de nuestros pisos rebosan de propaganda, pero toda esa palabrería apenas nos dice nada. Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que el correo era la única manera de comunicarse en la distancia, y las noticias llegaban por esa vía. Se escribían con esmero, se enviaban con ilusión, se esperaban con ansia, se leían a muy alta velocidad. No hace demasiado de aquella época, aunque pueda perecernos antediluviana.

En Cartas de Amor, que se representa en el Teatro Bellas Artes, se rememora la vida que en esos tiempos pudiera girar en torno a la correspondencia, y como la recepción y el envío son dos caras de una misma moneda, la del deseo, la necesidad, de comunicarse entre dos personas que se quieren. Vista ayer, en compañía de ABP, la obra merece mucho la pena y supone una exhibición, contenida como no podía ser de otra manera, de dos extraordinarios actores como son Irene Gutiérrez Caba y Miguel Rellán. Ambos dan vida a una pareja norteamericana, Melissa y Andrew, que se conocen desde la infancia. La primera carta se la mandan los padres de Melissa a los de Andrew para invitarle al niño al octavo cumpleaños de la niña. A partir de ahí surge una relación de amor entre ambos cuya evolución vemos descrita entre idas y venidas de cartas, respuestas y contra respuestas que se suceden durante décadas. Es una relación asimétrica, en la que el niño cae completamente rendido ante la sofisticada niña, y le quiere con inocencia desde un principio, mientras que ella lo observa con cariño pero sin esa pasión asociada al romance. En la adolescencia queda claro que ella le quiere, pero no le ama, mientras que por parte del él querencia y amor se unen en deseo hacia ella. La evolución de los personajes empieza a ser evidente a medida que avanza la obra y los textos nos revelan a un Andrew que se ve forzado a construirse una vida alternativa al amor a su Melissa del alma, porque ella le sigue dedicando ojitos, cariños y deseos, pero nunca el amor que él espera. La vida de ella, adinerada, pretenciosa y llena de alternativas, contrasta con la de él, que proveniente de una familia sin tantos recursos ha tenido que construirla a base de estudio y esfuerzo. El progreso en la vida de Andrew, al menos en lo profesional, es creciente, mientras que la de Melissa da tumbos entre una afición y otra, soportado todo ello por el caudal de dinero que le permite vivir sin trabajar. En amores él busca fuera de su adorada el cariño que ella no le da, y tiene aventuras más o menos intensas hasta que encuentra una mujer con la que casarse, tener hijos y formar una familia convencional. Melissa también se acaba casando y creando una familia, pero el destino de la misma será bastante distinto, y mucho más sombrío, que la de Andrew. La posición de él no deja de afianzarse en lo profesional mientras que la carrera de ella se hunde poco a poco en la irrelevancia y el abandono por parte de los que, en algún momento, le acompañaron. Asistimos al derrumbe de uno de los protagonistas sin que el otro apenas pueda hacer nada para evitarlo, y el proceso se acelera con los años, en una gestión del tiempo vital que la obra logra condensar en algo más de una hora de intensidad creciente. Al final, la última carta que escriba Andrew se la mandará a la madre de Melissa, después de asistir al sepelio de su amor eterno, que ha muerto envuelta en las sombras de la adicción, el olvido y la soledad. Quien tanto brillaba se apaga por completo, y quien de su luz obtenía vida debe aprender a subsistir en la oscuridad.

El montaje, discreto, envuelve la trama en la que los actores, sentados cada uno en un extremo de una especie de inmenso sofá, van leyendo y tirando al suelo las cartas que se remiten uno a otro, lo que acaba por dejar el escenario lleno de papeles, que son sus vidas redactadas. Las voces, inflexiones, los tonos que los actores ponen logran la magia de representar sus papeles sin que necesiten levantarse en ningún momento del lugar en el que están sentados. Gesticulan a veces, pero es todo y sólo voz lo que tienen para crear escenas y sentimientos. Como dice Andrew en un momento dado, las cartas quedan, el papel permite recrearlas, mientras que las conversaciones por teléfono, artilugio que nace a medida que ellos crecen, se las lleva el viento.

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