Hace
unas semanas, no mucho después de reyes, empezó
a circular la noticia de que una nueva enfermedad infecciosa se estaba dando en
la ciudad china de Wuhan, una urbe que no nos suena a nada y que tiene una población
aproximada de once millones de personas, más que Londres, algo así como Moscú.
Los primeros casos afectados parece que se dieron en personas que habían
frecuentado un mercado de marisco local, en el que también se vendían carnes y otros
alimentos frescos. Las autoridades chinas anunciaron a los pocos días que todo
estaba controlado, el mercado clausurado, el causante del mal controlado y con él
la enfermedad.
Dos
semanas después el panorama es bastante distinto y, sin llegar a ser
alarmistas, empieza a coger un tono preocupante. El
número de fallecidos ya no es nulo, sino que se eleva a nueve, los
contagiados a varios centenares y la dispersión de la enfermedad hace bastante
que ha dejado la ciudad en la que se originó y se encuentra ya en bastantes
urbes chinas, del sureste asiático y, gran novedad, ayer
se detectó el primer caso en los EEUU, en una persona proveniente de allí que
llegó a Seattle. Los modernos sistemas de transporte de nuestro tiempo son
el mejor de los aliados para que las enfermedades infecciosas puedan moverse
con una velocidad y extensión que jamás hubiera sido imaginable hasta hace
apenas un siglo, y las noticias las acompañan a una velocidad mucho mayor si
cabe. Ayer por la tarde esta nueva enfermedad empezó a escalar posiciones en el
ranking informativo global después de la bajada de las bolsas asiáticas que
provocó en gran parte y la confirmación del primer caso en territorio
occidental. El proceso de creación de un problema global es arquetípico, y hoy
esta enfermedad se empezará a colar en conversaciones, cafés y tertulias de
medio mundo como otra posible amenaza. ¿Lo es? Poco es lo que sabemos por ahora
de la misma, pero todo invita a ser prudentes, a escuchar a los expertos en la
materia y estar preparados para lo que muchos señalan como una repetición del
caso del SARS que afectó al sureste asiático hace ya algunos años y que provocó
problemas moderados y de duración temporal limitada, setecientos muertos mediante.
Lo que está conformado es que nos encontramos ante un coronavirus, un tipo de
virus que provoca una infección similar a la neumonía, y que es capaz de
contagiarse entre personas. Las primeras informaciones hablaban de un contagio
producido en el mercado de Wuhan entre personas que habían o comido o tocado
algún producto contaminado, y es bastante probable que ese fuera el origen real
del brote, pero que una vez que el virus saltase al huésped humano hubiera
mutado para convertirse en algo capaz de saltar entre persona y persona,
siguiendo el caso clásico de evolución que presenta el virus de la gripe. En
general todas estas enfermedades surgen por contaminación entre animales y
humanos, y se convierten en epidemias cuando el virus muta, como acaba de
suceder en este caso, para convertirse en puramente humano. Poco se ha
publicado de las características del virus, pero parece que el ya mencionado
SARS pudiera ser un referente válido para aproximarnos a lo que tenemos
delante, y el número de casos tratados y la información que se tiene es aún muy
escasa como para poder determinar la tasa de mortalidad y la peligrosidad intrínseca
de la enfermedad. Sería muy distinta la situación si los afectados y fallecidos
son personas ya enfermas de otras cuestiones y, en general, personas ya
debilitadas como pueden ser ancianos que si nos encontramos ante enfermos que
caen sin patologías previas. Como antes señalaba, en estos temas la prudencia
debe estar en primera línea informativa, acompañada de la profesionalidad de
los expertos en enfermedades infecciosas, que son los únicos capaces de valorar
la dimensión e importancia de lo que tenemos delante. Cuando se produjo el SARS
no existían las redes sociales, ni la viralidad tóxica de los bulos. Ahora sí,
por lo que el motivo de prudencia informativa debe ser reforzado.
China,
el origen del brote, es uno de los primeros agentes que debe responder claro y
sin ocultamientos a las peticiones de información que la OMS y profesionales
asociados han empezado a recabar sobre el terreno. La tradicional opacidad de
las dictaduras a la hora de contar las cosas malas que pasan en ellas es un
lastre cuando se trata de prevenir problemas globales, y este es un buen
ejemplo. Además, casualmente, el inicio inminente de las festividades del año
nuevo chino y la ingente cantidad de viajes internos que ello genera obliga a
ser muy rigurosos en las medidas de protección e identificación de los
enfermos. La opacidad mostrada hasta ahora por las autoridades chinas es tan
lesiva como el propio virus, y uno de sus principales aliados.
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