Todo
lo que sucede en EEUU se nos antoja a los europeos como gigantesco, y eso está
en parte influenciado por las dimensiones de aquella nación, que para los que
residimos en las pequeñas naciones del viejo continente resulta algo
inabarcable. Hay 4.100 kilómetros en línea recta desde Nueva York hasta San
Francisco, de costa a costa, y en Europa, son 3.900 kilómetros los que separan
Lisboa de Moscú, por lo que algo más que nuestro continente entra en la
superficie de la nación yanqui. Cuando uno visita aquel país ve que no sólo los
coches, la gordura, los cartones de leche, las infinitas cosas creadas por el
hombre son más grandes, es que su naturaleza lo es, y rediseña la visión del
mundo de sus habitantes. Europa es un jardín de gnomos.
Todos
los finales de verano y otoño hay temporadas de incendios en el oeste de aquel
país, en California especialmente, pero también en los estados de Oregón y
Washington. El final del verano ha resecado todo el ambiente y los llamados
vientos de Santa Ana soplan con fuerza, extendido las llamas que puedan darse
por motivos naturales, de imprudencia o negligencia. Los últimos años asistimos
a incendios de dimensiones desconocidas, auténticos temporales de fuego que son
imposibles de atacar por parte de los sistemas conocidos de extinción, basados
en brigadas terrestres y medios aéreos. Por su tamaño y por las temperaturas
que se originan en ellos el agua que se arroja desde el cielo apenas si es un par
de gotas de sudor en el cuerpo de un ardiente maratoniano y las cuadrillas de
tierra se las ven y se las desean para no ser ellas mismas engullidas por unas
llamas dotadas de dinámicas propias. El número de incendios parece estabilizado
a lo largo de los años, pero su intensidad y superficie devastada no deja de
batir récords. La extensión del espacio quemado hace que cada temporada no sean
ya pocos los pueblos, pequeños en su mayoría, que son pasto de las llamas.
Localidades rurales de casitas que se adentran en el bosque, idílicas para
pasar primaveras y veranos, duras imagino en invierno, a pesar de la levedad
del frío californiano, que se convierten en pocos minutos en ardientes
esqueletos cuando uno de esos incendios voraces llega a sus lindes. Escenas de
calles arrasadas en las que vemos la marca de dónde se encontraban las casas,
chimeneas de ladrillo ennegrecidas como único testimonio de lo que una vez fue
una construcción habitada, amasijos de hierros con forma de coche que jalonan
antiguos aparcamientos adosados y, en definitiva, la imagen de la destrucción
total en pequeños núcleos urbanos que, año tras año, empiezan a dejar de ser
tan pequeños, porque el terreno quemado no deja de crecer. El tamaño de los
bosques de la costa oeste es, como podrán imaginar, inmenso, pero las heridas
que los incendios están provocando en ellos está a la altura de su vasta
superficie. Hemos visto imágenes de ciudades de esa zona, como San Francisco,
Los Ángeles o Portland, en las que sus cielos se tiñen de un rojizo espectral,
el aire se llena de humo y la sensación visual es de apocalipsis, y cuesta
pensar en cómo de grandes deben ser los incendios que provocan escenas
semejantes, cuál es su extensión y grado de destrucción. A lo que asistimos con
estos fuegos es a una catástrofe natural de enormes dimensiones, a una
desgracia total, de esas que no deja nada bueno a su paso, donde la destrucción
en tierra se mide en décadas para poder recuperar el paisaje y la destrucción
en el aire se mide en toneladas, no su cuantas, no alcanzo a imaginar una cifra,
de O2, de partículas, de hollín, de contaminantes de todo tipo que suben a la
atmósfera en esos enormes pirocúmulos que han salido en las televisiones. Eso,
en el fondo, son nubes artificiales, provocadas por el fuego, que se elevan
como los cúmulos tormentosos naturales, se integran en la circulación global y
logran que las cenizas de esos incendios se transmitan por todo el mundo, como
ya paso hace un año con los devastadores fuegos australianos. Esos humos
malignos, como el maligno coronaviris, nos demuestran otra vez que vivimos en
un mundo único, en el que muchas acciones y variables generan efectos globales,
en este caso negativos. Nada pueden hacer las fronteras humanas para frenar el
humo y efecto de esos incendios, nada.
Tercera
década del siglo XXI, con niveles de CO2 en la atmósfera crecientes, y los
pocos gestos que se puedan hacer por parte de algunos para reducir sus
emisiones de gases contaminantes quedan absolutamente barridos del mapa por
desastres como esos incendios, que vomitan a la atmósfera cantidades de CO2
ingentes, que llevan siglos almacenadas en los bosques. ¿Cuál es el efecto a
largo plazo de todo esto? Nada bueno, y a corto supone una destrucción del
patrimonio y estructuras ecológicas de la costa oeste que acabará dañando a la
salud y posibilidades de vida de los que allí residen en este momento y en el
futuro. Lo diré una y mil veces, no hay peor desastre natural que un incendio
forestal, en horas se destruye lo creado en décadas, y décadas tardará en
volverse a reconstruir. Urge pensar en cómo prevenir y, también, combatir este
tipo de incendios de una manera mucho más efectiva.
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