lunes, septiembre 14, 2020

Arde el oeste de EEUU


Todo lo que sucede en EEUU se nos antoja a los europeos como gigantesco, y eso está en parte influenciado por las dimensiones de aquella nación, que para los que residimos en las pequeñas naciones del viejo continente resulta algo inabarcable. Hay 4.100 kilómetros en línea recta desde Nueva York hasta San Francisco, de costa a costa, y en Europa, son 3.900 kilómetros los que separan Lisboa de Moscú, por lo que algo más que nuestro continente entra en la superficie de la nación yanqui. Cuando uno visita aquel país ve que no sólo los coches, la gordura, los cartones de leche, las infinitas cosas creadas por el hombre son más grandes, es que su naturaleza lo es, y rediseña la visión del mundo de sus habitantes. Europa es un jardín de gnomos.

Todos los finales de verano y otoño hay temporadas de incendios en el oeste de aquel país, en California especialmente, pero también en los estados de Oregón y Washington. El final del verano ha resecado todo el ambiente y los llamados vientos de Santa Ana soplan con fuerza, extendido las llamas que puedan darse por motivos naturales, de imprudencia o negligencia. Los últimos años asistimos a incendios de dimensiones desconocidas, auténticos temporales de fuego que son imposibles de atacar por parte de los sistemas conocidos de extinción, basados en brigadas terrestres y medios aéreos. Por su tamaño y por las temperaturas que se originan en ellos el agua que se arroja desde el cielo apenas si es un par de gotas de sudor en el cuerpo de un ardiente maratoniano y las cuadrillas de tierra se las ven y se las desean para no ser ellas mismas engullidas por unas llamas dotadas de dinámicas propias. El número de incendios parece estabilizado a lo largo de los años, pero su intensidad y superficie devastada no deja de batir récords. La extensión del espacio quemado hace que cada temporada no sean ya pocos los pueblos, pequeños en su mayoría, que son pasto de las llamas. Localidades rurales de casitas que se adentran en el bosque, idílicas para pasar primaveras y veranos, duras imagino en invierno, a pesar de la levedad del frío californiano, que se convierten en pocos minutos en ardientes esqueletos cuando uno de esos incendios voraces llega a sus lindes. Escenas de calles arrasadas en las que vemos la marca de dónde se encontraban las casas, chimeneas de ladrillo ennegrecidas como único testimonio de lo que una vez fue una construcción habitada, amasijos de hierros con forma de coche que jalonan antiguos aparcamientos adosados y, en definitiva, la imagen de la destrucción total en pequeños núcleos urbanos que, año tras año, empiezan a dejar de ser tan pequeños, porque el terreno quemado no deja de crecer. El tamaño de los bosques de la costa oeste es, como podrán imaginar, inmenso, pero las heridas que los incendios están provocando en ellos está a la altura de su vasta superficie. Hemos visto imágenes de ciudades de esa zona, como San Francisco, Los Ángeles o Portland, en las que sus cielos se tiñen de un rojizo espectral, el aire se llena de humo y la sensación visual es de apocalipsis, y cuesta pensar en cómo de grandes deben ser los incendios que provocan escenas semejantes, cuál es su extensión y grado de destrucción. A lo que asistimos con estos fuegos es a una catástrofe natural de enormes dimensiones, a una desgracia total, de esas que no deja nada bueno a su paso, donde la destrucción en tierra se mide en décadas para poder recuperar el paisaje y la destrucción en el aire se mide en toneladas, no su cuantas, no alcanzo a imaginar una cifra, de O2, de partículas, de hollín, de contaminantes de todo tipo que suben a la atmósfera en esos enormes pirocúmulos que han salido en las televisiones. Eso, en el fondo, son nubes artificiales, provocadas por el fuego, que se elevan como los cúmulos tormentosos naturales, se integran en la circulación global y logran que las cenizas de esos incendios se transmitan por todo el mundo, como ya paso hace un año con los devastadores fuegos australianos. Esos humos malignos, como el maligno coronaviris, nos demuestran otra vez que vivimos en un mundo único, en el que muchas acciones y variables generan efectos globales, en este caso negativos. Nada pueden hacer las fronteras humanas para frenar el humo y efecto de esos incendios, nada.

Tercera década del siglo XXI, con niveles de CO2 en la atmósfera crecientes, y los pocos gestos que se puedan hacer por parte de algunos para reducir sus emisiones de gases contaminantes quedan absolutamente barridos del mapa por desastres como esos incendios, que vomitan a la atmósfera cantidades de CO2 ingentes, que llevan siglos almacenadas en los bosques. ¿Cuál es el efecto a largo plazo de todo esto? Nada bueno, y a corto supone una destrucción del patrimonio y estructuras ecológicas de la costa oeste que acabará dañando a la salud y posibilidades de vida de los que allí residen en este momento y en el futuro. Lo diré una y mil veces, no hay peor desastre natural que un incendio forestal, en horas se destruye lo creado en décadas, y décadas tardará en volverse a reconstruir. Urge pensar en cómo prevenir y, también, combatir este tipo de incendios de una manera mucho más efectiva.

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