Este
pasado sábado, tras muchos meses sin hacerlo, fui al cine, a ver Tenet, la última
película de Christopher Nolan, uno de los creadores más sugerentes y retorcidos
de los últimos tiempos. El hecho de que hasta hoy no les he hablado de ella se
debe a que realmente no me gustó mucho. Más allá de la pirotecnia visual y de
la factura técnica, impecable, como siempre, encontré un argumento retorcido
que era incomprensible y unos personajes planos, fríos, hieráticos, que
deambulaban por la pantalla como seres inanimados, sin expresar apenas
sentimientos ante lo que vivían y la magnitud de la trama en la que,
presuntamente, se encontraban inmersos. Creo que es la primera película de
Nolan de la que salgo decepcionado.
Y
ayer, La 2 emitió otra vez El Apartamento, una de esas películas por las que el
tiempo sólo pasa para acrecentarlas cada vez más. No tenía pensado verla, pero
les reconozco que tampoco estaba rebosante de planes para esta pasada noche.
Caí en ella al poco de empezar, pero ya no pude dejarla. El malnacido de Billy
Wilder sabía cómo hacer interesantes cada uno de los momentos de sus obras, y
es muy peligroso acercarse a ellas porque esas redes pegajosas que teje para
atrapar al espectador siguen siendo tan viscosas y efectiva como el primer día
del estreno. En la pantalla se crea una trama que se enreda, que se enrosca en
torno a personajes normales, como tantos y tantos que uno ve en su vida
habitual, y que con un constante tono de comedia, construyen un drama de
enormes proporciones, en el que el amor parece la premisa de todo lo que se ve
y, en el fondo, es la soledad, el miedo y el egoísmo lo único que importa.
Baxter, Kubelick, y el resto de caracteres que conforman la historia,
interpretados de una manera excelente por actores que se ponen en su piel,
muestran una complejidad de gestos y sentimientos que dejan convertidos en cartón
piedra a decenas y decenas de películas posteriores, que ni sueñan en conseguir
algo similar valiéndose en exclusiva del trabajo de sus actores. Apenas hay
efectos, pirotecnia, ni nada que se le parezca en un trabajo actoral que
desborda al espectador. A medida que la trama avanza el pozo en el que se
hunden los personajes crecen, y lo malvado que les rodea y motiva no deja de
envilecerse, y pese a ello uno cada vez los ama más, desea que tengan éxito en
medio de sus pesares, pero se da cuenta de que el guionista brillante que ha
ideado la trama no va a ser tan simplón de solucionar el enredo con apenas unos
trazos, no. Va a hacer sufrir a sus criaturas hasta el extremo, va a llevarlas
al borde de la muerte, física o emocional, va a forzar a que se arrastren como
babosas delante de sus superiores para conseguir un despacho algo más grande a
cambio de favores cada vez más mezquinos, hasta un punto en el que lo que parecía
una inicia comedia ha derivado a un drama absoluto. ¿Cómo salir de ahí? ¿Cómo
redimirse? Sólo mediante la renuncia a alguno de sus objetivos podrá ese hombre
corriente, en el que vive un Jack Lemmon prodigioso, recuperar su honra. Ha
tratado de jugar en un mundo de poderosos una de esas partidas de cartas que
tanto le gustan, creyendo tener una mano ganadora, pero descubre que esa
presunta buena carta no es nada frente a la ambición desmedida de sus jefes,
que juegan en otro mundo, al que él no pertenece, y que por falta de profunda
desvergüenza moral, no llegará a alcanzar nunca. Llega el momento en el que
Baxter, el personaje de Lemmon, debe escoger entre destruir por completo su
alma a cambio del ascenso o renunciar a su carrera profesional, y arroja la
llave que decide su destino sobre el escritorio de su gran superior, sabiendo
que, sea cual sea la decisión que tome, perderá algo, fracasará. Nunca podrá
ganar del todo.
En
un momento, una adorable Shirley McLaine, que hace de Kubelick un personaje del
que es imposible no enamorarse, ni en lo cinematográfico ni en lo carnal, se
pregunta, destruida, por qué nos enamoramos, por qué caemos en la trampa del
amor a sabiendas de que no será correspondido y sólo un yermo páramo será lo
que obtengamos a cambio de nuestras ilusiones. La pregunta, hecha con una
mirada desesperada desde una cama convaleciente, nos la hemos hecho todos los
humanos más de una vez, porque todos hemos tocado en algún momento el fondo
emocional en el que su personaje se encuentra, y eso hace que sea imposible no
ver esa película y no conmoverse. Porque el capullo, el genial Billy Wilder,
era de esos que nos conocen a los humanos, y sabía cómo retratar nuestras
pasiones y anhelos, y cómo derribarlos. Y como siempre, más de una lágrima me
calló viendo otra vez esa película desde mi apartamento.
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