lunes, septiembre 07, 2020

Los negacionistas


Este pasado sábado por la tarde, cuando me dejé caer por la plaza del Callao, en el centro puro de Madrid, me encontré con varias furgonetas de la policía aparcadas en uno de los laterales de la plaza, que estaba algo concurrida. A primera vista no capté cuál podía ser la causa de esa reunión policial, pero al instante descubrí el motivo. En la esquina contraria de la plaza, justo donde arranca la calle del Carmen, se encontraba reunido un grupo de no más de cincuenta personas, que portaban pancartas en contra de las vacunas y denunciando la “plandemia” que nos tiene engañados. Varios de ellos, sin mascarillas, de vez en cuando agitaban los carteles que portaban y gritaban alguno de sus lemas.

En el centro de aquel grupo, poco concurrido, se encontraba una mujer, sentada en el suelo, que llevaba una bandera española por capa completamente cubierta de lemas escritos en gruesa tinta negra, y a su alrededor se desplegaban una serie de carteles repletos de texto, sitos en el suelo, que hacían alusión a los mil y uno complots que los negacionistas del coronavirus no dejan de repetir sin cesar. Eran, ya digo, poco más de cincuenta los que parecían ser los manifestantes, y algo más los que, en ese momento, contemplábamos la escena entre el asombro y la rabia. Cerca del círculo varios policías permanecían expectantes con pinta de planificar una acción, o en todo caso observándolo todo y tomando notas de vez en cuando. Pedían la identificación de algunos de los que portaban las pancartas, que eran los más activos del grupo y, manteniendo la distancia de seguridad, observaban toda la escena. La mujer que estaba en el centro, sentada, se arrancaba de vez en cuando con sermones acusando a todo el mundo de lo que estaba pasando, culpabilizando a vivos y muertos, gobiernos y organizaciones, de planificar un golpe de estado y una nueva dictadura, y de vez en cuando interactuaba con alguno de los ciudadanos que, viendo aquella escena, le increpaban su actitud y discurso. Ella, a cada uno que le criticaba, alzaba aún más su voz, y enarbolando su derecho a la libertad de expresión, repetía incesantemente su discurso, muy bien aprendido, sobre los conspiradores, y en paralelo, acusaba al resto del mundo, empezando por los que estábamos allí, de ser unos cobardes, unos manipulados, unos ciegos, que nos dejábamos engañar por los poderosos para ser convertidos en cobayas, en siervos. De vez en cuando algunos de los que enarbolaban pancartas se ponían a gritar consignas que insistían mucho en la ceguera de la sociedad, especialmente la de los más jóvenes, y animaban a la rebelión, todo con el mantra de la mentira del coronavirus como guía constante de su discurso, por así llamarlo. La chica del centro, que supongo que sería la líder de ese grupo, escribía nuevos carteles mientras no dejaba de gritar su perorata, y señalar a todos y a todas direcciones, lanzando acusaciones por doquier. La gente observaba con curiosidad el espectáculo que estaba dando el grupo, y pese a que si uno ponía la oreja la indignación y el asombro eran mayoritarios entre los que estábamos allí, eran pocos los que interactuaban con ellos para recriminarles su actitud, sobre todo vista la manera expeditiva y desquiciada con la que esa supuesta líder respondía a los que trataban de afearle su conducta. Al poco la policía empezó a acercarse de manera más decidida a los que, pancarta en mano, hacían más ruido en la concentración, y por lo que puede apreciar, empezó a pedirles la documentación, supongo que para identificarles. Casi ninguno de ellos llevaba la mascarilla, aunque más de la mitad la portaban por debajo de la barbilla, lo que no deja de ser una incoherencia total. De los concentrados, la media de edad no era alta, y había tantos hombres como mujeres. Viendo que allí no había nada que fuese más interesante, abandoné el lugar, siguiendo mi ruta, en la que estaba pendiente un recado y un paseo a ninguna parte.

Mientras deambulaba no podía dejar de pensar en la convicción con la que esa líder, y algunos de los allí presentes, recitaban unas consignas que no sólo son falsas, sino tan absurdas que meramente al escucharlas a uno le entra la risa. Eran pocos, muy pocos, pero hacían ruido. No les daba vergüenza alguna realizar el acto que estaban llevando a cabo, y lo mismo en el mundo real que en las redes, no cesan de proclamar un discurso tan falso como peligroso, con una seguridad y fe que son tan envidiables como peligrosas. Ellos creen esa mentira, y no hay mucho que dialogar o razonar con un creyente. Del resto, de nosotros, depende que el discurso de la ciencia y la verdad siga siendo el dominante, porque ellos no van a parar, no van a callarse, aunque sean muy pocos.

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