Este
pasado sábado por la tarde, cuando me dejé caer por la plaza del Callao, en el
centro puro de Madrid, me encontré con varias furgonetas de la policía
aparcadas en uno de los laterales de la plaza, que estaba algo concurrida. A
primera vista no capté cuál podía ser la causa de esa reunión policial, pero al
instante descubrí el motivo. En la esquina contraria de la plaza, justo donde
arranca la calle del Carmen, se encontraba reunido un grupo de no más de
cincuenta personas, que portaban pancartas en contra de las vacunas y
denunciando la “plandemia” que nos tiene engañados. Varios de ellos, sin
mascarillas, de vez en cuando agitaban los carteles que portaban y gritaban
alguno de sus lemas.
En
el centro de aquel grupo, poco concurrido, se encontraba una mujer, sentada en
el suelo, que llevaba una bandera española por capa completamente cubierta de
lemas escritos en gruesa tinta negra, y a su alrededor se desplegaban una serie
de carteles repletos de texto, sitos en el suelo, que hacían alusión a los mil
y uno complots que los negacionistas del coronavirus no dejan de repetir sin
cesar. Eran, ya digo, poco más de cincuenta los que parecían ser los
manifestantes, y algo más los que, en ese momento, contemplábamos la escena
entre el asombro y la rabia. Cerca del círculo varios policías permanecían
expectantes con pinta de planificar una acción, o en todo caso observándolo
todo y tomando notas de vez en cuando. Pedían la identificación de algunos de
los que portaban las pancartas, que eran los más activos del grupo y,
manteniendo la distancia de seguridad, observaban toda la escena. La mujer que
estaba en el centro, sentada, se arrancaba de vez en cuando con sermones
acusando a todo el mundo de lo que estaba pasando, culpabilizando a vivos y
muertos, gobiernos y organizaciones, de planificar un golpe de estado y una
nueva dictadura, y de vez en cuando interactuaba con alguno de los ciudadanos
que, viendo aquella escena, le increpaban su actitud y discurso. Ella, a cada
uno que le criticaba, alzaba aún más su voz, y enarbolando su derecho a la
libertad de expresión, repetía incesantemente su discurso, muy bien aprendido,
sobre los conspiradores, y en paralelo, acusaba al resto del mundo, empezando
por los que estábamos allí, de ser unos cobardes, unos manipulados, unos
ciegos, que nos dejábamos engañar por los poderosos para ser convertidos en
cobayas, en siervos. De vez en cuando algunos de los que enarbolaban pancartas
se ponían a gritar consignas que insistían mucho en la ceguera de la sociedad,
especialmente la de los más jóvenes, y animaban a la rebelión, todo con el
mantra de la mentira del coronavirus como guía constante de su discurso, por
así llamarlo. La chica del centro, que supongo que sería la líder de ese grupo,
escribía nuevos carteles mientras no dejaba de gritar su perorata, y señalar a
todos y a todas direcciones, lanzando acusaciones por doquier. La gente
observaba con curiosidad el espectáculo que estaba dando el grupo, y pese a que
si uno ponía la oreja la indignación y el asombro eran mayoritarios entre los
que estábamos allí, eran pocos los que interactuaban con ellos para
recriminarles su actitud, sobre todo vista la manera expeditiva y desquiciada
con la que esa supuesta líder respondía a los que trataban de afearle su
conducta. Al poco la policía empezó a acercarse de manera más decidida a los
que, pancarta en mano, hacían más ruido en la concentración, y por lo que puede
apreciar, empezó a pedirles la documentación, supongo que para identificarles.
Casi ninguno de ellos llevaba la mascarilla, aunque más de la mitad la portaban
por debajo de la barbilla, lo que no deja de ser una incoherencia total. De los
concentrados, la media de edad no era alta, y había tantos hombres como
mujeres. Viendo que allí no había nada que fuese más interesante, abandoné el
lugar, siguiendo mi ruta, en la que estaba pendiente un recado y un paseo a
ninguna parte.
Mientras
deambulaba no podía dejar de pensar en la convicción con la que esa líder, y
algunos de los allí presentes, recitaban unas consignas que no sólo son falsas,
sino tan absurdas que meramente al escucharlas a uno le entra la risa. Eran
pocos, muy pocos, pero hacían ruido. No les daba vergüenza alguna realizar el
acto que estaban llevando a cabo, y lo mismo en el mundo real que en las redes,
no cesan de proclamar un discurso tan falso como peligroso, con una seguridad y
fe que son tan envidiables como peligrosas. Ellos creen esa mentira, y no hay
mucho que dialogar o razonar con un creyente. Del resto, de nosotros, depende
que el discurso de la ciencia y la verdad siga siendo el dominante, porque
ellos no van a parar, no van a callarse, aunque sean muy pocos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario