El
comunicado que emitió ayer el hospital berlinés de la Charité es bastante
contundente y no deja espacio para dudas. El
opositor ruso Alexei Navalny fue envenenado con un agente químico del tipo
Novichok, una familia de armas químicas desarrolladas hace ya un tiempo y
que han sido usadas con profusión por parte del régimen de Putin en su
persecución a los sujetos que son considerados como hostiles. Novichok fue el
agente utilizado contra el ex espía ruso Sergei Scrypal en Salisbury hace pocos
años, y en ese caso la relación entre el atentado y los servicios de
inteligencia rusos, la FSB, fue bastante clara. En este caso Navalny ha sufrido
el ataque en el propio territorio ruso, lo que es algo curioso y, también,
estremecedor.
Putin,
como todo buen dictador que se precie, busca eliminar a sus opositores de una
manera en las que el verbo “eliminar” puede ser entendido en su sentido más
estricto. Asesinatos de políticos y periodistas han sido moneda corriente en la
Rusia de este nuevo Zar, donde un buen cadáver opositor a los postres es plato
de gusto en el Kremlin y señal de aviso que es tomada muy en serio por parte de
todos los que osen levantar la voz o, si quiera, pensar en un cambio de
régimen. Tras el referéndum celebrado en julio en el que, con una amplia
mayoría, Putin reformó la constitución para perpetuarse en el poder, su dominio
del estado parece más afianzado que nunca, y ni siquiera la crisis del
coronavirus, donde las cifras que ofrece el gobierno ruso no son nada creíbles,
ni la debacle económica asociada parecen debilitar su entramado de poder. Pese
a ello hay valientes, como el propio Navalny, que desde posiciones cada vez más
recónditas tratan de ofrecer una voz disidente y alentar a la parte del pueblo
ruso que aún cree en la posibilidad de una democracia, de una transición que
acabe con las décadas del autócrata. Putin ha basado su poder en la idea del
restablecimiento de Rusia como potencia global, de la vuelta a un mundo añorado
en el que desde Moscú se regía parte de los destinos del globo y, desde luego,
se influía en todo él. Hoy en día Rusia es una nación empobrecida, avejentada,
apartada del camino de la innovación, carente de poder blando de atracción y
sumida en una decadencia general que la lleva a ser un actor secundaria. Sólo
conserva poder en forma de un enorme ejército, una gran industria
armamentística, el mayor arsenal nuclear del mundo y un conglomerado de
explotación de recursos naturales gigantesco, especialmente de energías fósiles,
que es su principal fuente de ingresos financieros. Con estos escasos mimbres,
y la inestimable colaboración de unos EEUU sumidos durante estos cuatro últimos
años en el desconcierto de Trump, Putin ha logrado que Rusia lidere guerras
como la de Siria y se haga con grandes parcelas de poder e influencia en zonas
como Oriente Medio. Mete las narices en conflictos como el de Libia y demás y
araña cuotas de poder allí donde se dirige. Y desde luego, ha creado una tupida
red de espionaje y desinformación global mediante el uso de las tecnologías de
la información que es la envidia de todos los conspiranoicos globales. El GRU,
que es como se denomina la sección del poder ruso encargada de estas labores,
parece estar detrás de todo tipo de procesos de intoxicación global, no sólo el
muy comentado intento de manipulación de las elecciones norteamericanas de 2016
o el Brexit, sino también campañas sucias como las que sufrió Macron en las
elecciones francesas, o los constantes ataques de desinformación a los que hace
frente la UE, o sin ir más lejos, el apoyo que miembros y movimientos del independentismo
catalán experimentaron en los días, tristes, de auge de toda aquella pesadilla.
Putin es malo, sí, pero muy listo. Sabe el escaso poder real que tiene, y lo
exprime muy bien, y también sabe que todo lo que sea malo para sus rivales es
bueno para él. No puede enfrentarse directamente a la UE, pero la puede
chantajear, intoxicar, hacer que corran bulos que debiliten la posición
europea, etc. Un trabajo oculto, oscuro, que no requiere tanques pero que puede
ser mucho más eficaz que lo que proporcione la más moderna y cara acorazada
división de infantería.
Visto
con perspectiva, el ataque contra Navalny puede parecer contraproducente para Putin,
sobre todo si sobrevive y lo hace en Alemania. Sin embargo, de camino al
invierno, y con el gas ruso como principal combustible de las calefacciones del
este de Europa, está por ver si las protestas oficiales que adoptan tono duro
estos días se quedarán en algo más que retórica. Pero lo que es seguro es que
muchos opositores rusos estarán con el miedo en el cuerpo al ver como de osado
es el régimen que buscan derribar, que es capaz de atentar contra ellos dentro
y fuera de su territorio. Hubo muchos chistes hace unos días con la vacuna
rusa, pero lo cierto es que lo que hacen Putin y los suyos con la química no
tiene ninguna gracia.
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