Digo
muchas veces que nos quejamos hasta el infinito de nuestros políticos pero que
no somos lo suficientemente maduros como para admitir que sí nos representan.
Los nuestros, como los del resto de naciones, no han surgido por esporas en un
campo de cultivo o aterrizado en una nave procedente del espacio exterior y han
sido repartidos a cada nación por seres de otros mundos. No, no, nuestros
políticos han nacido, ido al colegio, vivido y crecido en nuestra sociedad,
forman parte de ella, de lo bueno y de lo malo que tiene, y es casi seguro que
serían unos fracasados en otras naciones, pero aquí les va como les va porque
son como nosotros. Imagino que ahora, en otro país, alguien se está haciendo
una reflexión similar.
La
gestión política, administrativa, de liderazgo ante la crisis del coronavirus
es nauseabunda y horizontal, no entiende de partidos porque todos lo han hecho
de manera lamentable, pero es cierto que nuestra sociedad ha hecho muy poco para
contribuir a reducir los efectos de la pandemia, y el comportamiento
irresponsable de no pocos se está pagando con vidas. Y no me refiero a los
iluminados negacionistas, un grupo de personas que viven en una realidad
paralela y que, pese a su indudable peligro, y espero que penable
comportamiento, son muchos menos de los que parece dado el ruido que arman en
las redes sociales. No, me refiero a la sociedad que salió ansiosa del
confinamiento con el único objetivo de pasarse todas las tardes en una terraza,
que soñaba con la apertura de los bares como si no hubiera mañana y con el ocio
descontrolado ante una epidemia que no entiende de distancias. Se asumió por
gran parte de la dirigencia política que había que correr para desescalar
porque había urgencia de vacaciones, prisa por abrir un sector del ocio que es
vital para la economía, pero que tiene aristas peligrosas en lo que hace al
comportamiento colectivo, que nunca se han revisado como es debido, y que ahora
nos estallan en la cara. Se vendió la idea de que el virus también se va de
vacaciones y que agosto es un mes sin riesgos, pero nada más lejos de la
realidad. Las terrazas llenas que vimos desde finales de junio eran un buen
caldo de cultivo para el contagio, pero al estar al aire libre resultaban más
aparentemente peligrosas que realmente efectivas como diseminadores del virus.
Corrimos como locos a abrir los bares de copas, lugares cerrados en los que el
ocio se basa en la proximidad, el compartir, el griterío, y todo bajo techo en
locales donde las ventanas son tan imposibles de imaginar como los síes de las
que quieres que te los digan. Esos lugares son un foco de contagio de primer
orden, pero nadie tuvo dos dedos de frente para mantenerlos cerrados, ya lo
siento, empresarios de la noche, porque estar allí un rato en esas condiciones
era la garantía de infectarse, y no precisamente de amor. Y los puticulbs de
toda España, que son infinitos, reabrieron a una velocidad asombrosa, porque
debía haber mucha necesidad tras el confinamiento. Locales sórdidos, ilegales o
que se mantienen justo en el margen, donde delitos de todo tipo se cometen a
diario y son el perfecto estandarte de la hipocresía moral en la que vivimos.
Espacios donde la distancia social es algo que no tiene sentido alguno y donde
quizás alguna de sus trabajadoras lleve mascarilla, pero aderezada con látigos
y otro tipo de complementos agresivos. Hemos tenido varios brotes en puticlubs
donde, por definición, hacer un rastreo resulta tan absurdo como cachondo, y a
nadie se le ocurrió que este tipo de locales no debían de haber abierto bajo
ningún concepto en esta situación. El
brote que se dio en Alcázar de San Juan surgió en un puti de la localidad,
y me gustaría saber qué piensan los comerciantes y los que posean negocios
allí, que se han visto forzados a cerrar tras implantar un montón de medidas de
seguridad cuando el negocio de las luces de neón nunca las apaga y los geles
que allí se dispensan tiene poco hidroalcohol y mucho lubricante.
Botellones,
fiestas ilegales, griterío descontrolado, sensación de inmunidad, nula
percepción del riesgo… junto a un sector de la sociedad que sigue medio
encerrado en casa, con el miedo del cuerpo, y otro, el mayoritario, que cumple
las normas y trata de velar por su seguridad y por la del resto, el número de
irresponsables que a lo largo de agosto han hecho de su capa un sayo y del
coronavirus uno más de entre los invitados a sus juergas ha sido creciente. Una
vez que la transmisión llega a un punto descontrolado da igual que la mayoría
cumpla normas, dado que el volumen de contagios será suficiente como para
volver a escenarios de riesgo. Sí, nuestros políticos irresponsables
representan a una sociedad que, en parte, lo es, lo somos.
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