Una de las mayores críticas que se ha lanzado contra la Comunidad de Madrid cuando ha tomado la medida de acotar barrios ante la expansión del coronavirus es la de segregar, la de confinar a los pobres que viven en ellos y no limitar la vida de los ricos de los barrios del norte. No he escuchado críticas similares cuando Zaragoza en agosto o Palma de Mallorca tomaron medidas similares en barrios de sus ciudades que, también, eran de bajas rentas respecto a otros. El error de la Comunidad de Madrid no está en las zonas en las que ha empezado a actuar (le seguirán el resto, no se preocupen) sino el haber hecho tarde, muy tarde. Y las críticas a las zonas decididas provienen más del sesgo ideológico de quien las emite que de cualquier otro lado.
Lo que si es cierto es que, pese a que el coronavirus no sabe de economía, su incidencia sí está correlacionada con la renta y, como suele ser habitual, perjudica más a quienes menos tienen. No sólo se parte del hecho conocido que una mayor renta supone mejor alimentación y capacidad de atención a la salud, por lo que las defensas del cuerpo suelen estar más preparadas ante cualquier ofensiva. En los barrios de clase media baja de cualquier ciudad se vive de una manera más apretada, nada que ver con los pisos panorámicos de los barrios ricos y, desde luego, a años luz de las urbanizaciones de adosados ajardinados y chalets, donde el concepto de distancia de seguridad es uno de los que impera a la hora de diseñar esos entornos desde un principio. En un virus cuyo contagio se determina por la interacción social, que varias personas convivan en un piso, sito en un edificio de muchos pisos, en un barrio lleno de edificios, hace que la expansión sea obligatoriamente más propicia. Otro factor que se suele olvidar es que el teletrabajo, la posibilidad de trabajar desde casa, es algo que tiene un elevado componente de renta, y que cuando más se gana, en general, es más probable que el trabajo pueda ser llevado a cabo de manera no presencial. Oficinistas, consultores, empleos que se desarrollan en torres del centro en los que los salarios suelen ser holgados permiten ser ejercidos a distancia, en no pocos casos desde casoplones sitos en algunas de las urbanizaciones comentadas, mientras que muchos empleos de renta baja exigen una presencia física en el puesto de trabajo. Piense en todos los trabajos que son cara al público y que exigen actividades manuales, y que no son sólo el universo de la hostelería. Nada de eso, normalmente no muy bien pagado, es teletrabajable, y eso obliga a esos trabajadores a salir de casa sí o sí a buscarse el salario, con la amenaza de que sus finanzas, débiles, no pueden permitirse días o semanas de ausencia de ingresos. Y eso si hablamos de empleos regulares, porque claro, todo aquel que trabaja en negro, en actividades no regladas, se tiene que buscar la vida de una forma tan imperiosa que, para él, el coronavirus no es sino otro obstáculo más, pero no el más importante de los que tiene que enfrentar cada día. Por eso en esos barrios el movimiento personal es mucho más intenso, y las probabilidades de que los contagios se expandan crecen. No tiene mucho que ver la incidencia con el origen de quienes allí viven o sus costumbres, sino sobre todo con la renta disponible que ingresan y la manera en la que la obtienen. A todo esto súmele el problema que supone el cierre de aulas y la permanencia de los hijos en casa en familias que, desde luego, ni tienen asistentes para el hogar y cuidado ni apenas espacio físico para que todos puedan vivir el día a día en el hogar. En definitiva, en todos los barrios de renta baja de las ciudades, sean cuales sean, se acumulan problemas endémicos que el maldito coronavirus está explotando de manera maravillosa para sus intereses y destructiva para quienes allí viven. Si antes de este desastre la desigualdad era un problema acuciante y de atención obligada, el impacto de esta pandemia lo está exacerbando. ¿Cómo lograremos abordarlo desde una economía arruinada tras este caos?
Si en nuestras ciudades hay desigualdad, imaginen cómo habrá sido la situación en urbes como Nueva York, donde esa diferencia de rentas es sangrante hasta lo inimaginable. Cuando empezó allí la epidemia todos los pudientes se largaron a sus casas de campo y playa, dejando Manhattan convertida en un erial desolado, pero evidentemente nadie de barrios como Harlem, Bronx o Queens pudo irse a ninguna parte. ¿Adivina usted dónde se ha dado la mayor, la casi total incidencia de la enfermedad? No, no ha sido en los Hamptons o en otras exclusivas residencias de veraneo, no. La incidencia ha sido tan desigual como la que separa a un ejecutivo de Wall Street de un mendigo que pide a la puerta de sus oficinas. Como siempre, en EEUU, todo a lo grande.
No hay comentarios:
Publicar un comentario