Curiosamente, el pasado se muestra persuasivo y no nos quiere abandonar. Corremos hacia un futuro desconocido subidos a tecnologías que aún no controlamos, pero fuerzas poderosas nos hacen retroceder décadas a la hora de analizar lo que sucede. Y esto genera desconcierto. Para la cita de hoy en Ginebra de Biden y Putin sería adecuada una señal televisiva setentera, con mucho grano, colores pálidos y trajes grises de la época, que se repetirían incesantemente en los muchos miembros de seguridad y espías que darían vueltas en torno al palacete en el que tendrá lugar la reunión. Y un joven Le Carré tomando notas en su libreta de lo que allí suceda.
Estamos en 2021, Le Carré murió hace poco y la guerra fría en la que ambientó gran parte de su producción literaria se resiste a morir. Cambiada, desde luego, pero con un aire inconfundible de riesgo y tensión. Hoy no se encuentran dos superpotencias, sino una de ellas y una nación orgullosa de lo que fue y que es hoy mucho menos de lo que cree, pero que sigue poseyendo un fabuloso arsenal y la capacidad y astucia necesaria para utilizarlo. Biden es un político a la antigua usanza, de los que vio a la URSS como el enemigo universal de su nación durante décadas, y que hoy dirige el imperio americano viendo cómo crece la sombra de otro rival, China, que ya es mucho más peligroso en lo económico de lo que llegó a ser la URSS, y frente al que lo que se aprendió en las décadas pasadas sirve de poco. Observa la actual Casa Blanca a Rusia como un estado gamberro, a su presidente Putin como un enemigo de la paz y fuente de inestabilidad, y la impresión personal que destila Biden de Putin es, como mínimo, negativa. En esto vuelve al clasicismo tras el interludio de trump, que veía a Putin no se si como el que le ayudó a llegar al poder, pero sí como alguien a quien admirar por su carácter fuerte y su capacidad de saltarse la ley para imponer su voluntad, cosa que Trump envidiaba de todos los dictadores que hay y han sido. Sigue lamentando no haberse podido convertir en otro sátrapa más. Putin, por su parte, ve el mundo desde su posición de preminencia aparente, pero consciente de que gobierna un teatro con poca tramoya. La economía rusa es un desastre, con estadísticas propias de un tercermundista país dependiente de las exportaciones de materias primas, su demografía es declinante y el régimen no hace sino cerrar el yugo contra todo lo que huela a oposición para mantenerse en el poder. Putin se ha convertido en un artista a la hora de violar la legalidad internacional para conseguir lo que le interese, y no recibir especial castigo por ello, dado el miedo que produce su ejército, que sí actúa cuando el líder se lo ordena. Sigue siendo el “coco” para gran parte de los países de la Europa central y oriental, y sabe el sátrapa del Kremlin que recurrir al viejo orgullo soviético mediante actos en el exterior con aire imperial es un recurso muy eficaz a la hora de ganarse un apoyo popular que se le escapa a chorros cada vez que los rusos tienen que ir al mercado a compra lo que sea, que no deja de encarecerse, con unos rublos cuyo valor cae como las hojas en otoño. Así, pudiera parecer que la posición de cada uno presenta un desequilibrio que da mucha ventaja al norteamericano, pero nada más lejos de eso. Rusia se ha convertido en una artista a la hora del desarrollo de la ciberguerra y el uso de estrategias asimétricas para, si no ganar, sí perturbar a aquellos que considera oponentes, y en tiempos de redes el que un grupo de hackers controlados por un estado actúen presuntamente como fuerza de lanza de la nación rusa frente a terceros países es algo que tiene preocupados a muchos, no sólo en EEUU. Se asocia a Rusia con casi todos los ataques conocidos y desestabilizaciones, entre ellas las que no cesan por parte del independentismo catalán, sin ir muy lejos. Y es muy probable que esas acusaciones sean ciertas.
¿Qué se puede esperar de una reunión como la de hoy? No lo se. Me conformaría con que las hostilidades no fueran a más, y que en la distancia corta, los dos líderes acordasen no pegarse patadas ni amenazarse a través de los canales de televisión. En el mundo postpandemia el papel de ambas naciones es imprescindible, e inevitable que haya rumbos que colisionen (Ucrania, gaseoductos, Navalny, Bielorrusia, derechos humanos, Siria, ciberseguridad, etc..). Si se establece una especie de protocolo de avisos mutuos para que la tensión no siga escalando me daría por satisfecho, pero es difícil saber qué se dirán ambas personas en una cita que, a priori, pinta tensa y abocada al desencuentro. Y Le Carré no podrá ni relatarlo ni novelarlo. Pena
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