Asombra imaginar la enorme cadena de acontecimientos, las infinitas casualidades, de probabilidades ínfimas cada una, que llevan desde que un virus animal da el salto a los humanos en el entorno de una enorme ciudad china de nombre desconocido para casi todos hasta que una aguja se introduce en tu hombro y te inocula un compuesto de la más avanzada tecnología biomédica existente, capaz de protegerte del zarpazo de una enfermedad que nos ha puesto como sociedad contra las cuerdas, destapado muchas de nuestras miserias, y como individuos, nos ha dejado solos frente al dolor y el miedo potencial a lo que sucedía más allá de nuestra piel.
Cuando el martes al mediodía me llegó un SMS al móvil para la cita de la vacunación comprendí que sí, que mis 49 años, excesivos, demasiados, inasumibles, ya me daban derecho a entrar en la lista de los vacunables. Ya conté aquí las peripecias que tuve para poder realizar el desplazamiento médico temporal, y cómo en el centro de salud que me tocaba me cayó una bronca al respecto, que no existió cuando llamé al sistema de citación de vacunas y me apuntaron en la lista. Al ver el SMS caí en la cuenta de que todo ese proceso se había dado correctamente, cosa que, les confieso, me alivió, porque uno siempre tiene dudas cuando inicia trámites de estos en los que un dato mal copiado o algo por el estilo puede suponer caer en un limbo administrativo de dimensiones siderales. La cita era para el día siguiente, para el final de la eterna tarde del mes de junio, en un céntrico hospital madrileño que se llama como una parada de metro que está bastante lejos de sus instalaciones, en otro lugar de la ciudad. Confirmé la cita sin problemas ni cambiar nada, y el logo verde de conformación y un código QR se hicieron visibles, como pase válido para el futuro pinchazo. Ayer por la tarde, con el calor de julio ya en la ciudad, tras llegar a casa del trabajo, me cambié, y acudí al lugar de la cita con algo de antelación, queriendo ver un poco el ambiente y curiosear, sin molestar en ningún caso. Había gente fuera, pero tampoco multitudes, y pregunté al control de entrada si, pese a llegar con adelanto, podía pasar. Me dijeron que sí y accedí a un pasillo en el que un grupo de enfermeras haciendo labores de secretaría tomaban los datos de los que allí estábamos, comprobaban la certeza de la citación y hacían un par de preguntas sobre el estado del futuro vacunado, sobre alergias posibles y cosas por el estilo. Tras ello te daban una hoja impresa con los datos del día de la vacunación, la marca que iba a ser inoculada, Pfizer en este caso, y el lote al que correspondía. Tras ello uno entraba en una cola corta, de menos de diez personas, que en un pequeño pasillo esperaban a acceder al salón de actos del hospital, en el que se procedía a la vacunación en sí. Cinco puestos de pinchazo, situados en el tramo final de las gradas, junto al estrado, y en el auditorio, gente sentada manteniendo la distancia de seguridad. La cola de los vacunables avanza por el pasillo central y, a medida que cada uno de los cinco puntos de vacunación se queda libre uno de los que espera va y se sienta en la silla correspondiente. Llega mi turno, acudo al puesto, que resulta ser el número tres. Una enfermera negra, gordita, con rizos abundantes, me indica que sólo debo tomar paracetamol en caso de que sienta molestias a lo largo de las próximas horas, pero que no haga nada en otro caso, y en apenas unos segundos introduce una aguja en mi hombro izquierdo y descarga en él una pequeña dosis de líquido que contiene, encapsulado en millones de bolitas de lípido, cadenas de ARN mensajero para enseñarle a mi cuerpo a fabricar espículas coronavíricas y que las células del sistema inmunitario se entrenen para repelerlas en caso de que, en la vida real, se encuentren con el virus completo. Doy las gracias a la enfermera y me levanto del puesto tres, y avanzo por el pasillo en el sentido contrario hasta una de las filas en las que hay sitio, donde me siento a esperar el cuarto de hora prescrito para garantizar que no hay reacción anafiláctica de ningún tipo de manera inmediata. Transcurrido el tiempo prescrito, me levanto y salgo del salón de actos por el extremo contrario por el que he entrado. En la calle sigue haciendo un intenso calor.
Lo más importante que uno puede decir después de haberse vacunado es gracias. Gracias a todas las personas que han trabajado desde el inicio de la investigación que ha permitido en un año tener vacunas de una eficacia asombrosa hasta la enfermera que ayer me la inoculó, pasando por todo el personal del hospital, el del sistema informático que gestiona las citas, el de los sanitarios y administrativos que organizan el proceso de vacunación en esta región y en las demás… ¿a cuántos cientos, miles de personas, se deben dar las gracias, que son merecedoras de ello? Incontables. Y apenas puedo escribir un texto como este para expresarlo.
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