jueves, junio 17, 2021

Tormentón

Justo en la semana en la que los precios de la luz baten todos los records en el horario pico, que de afilado hiere sólo al rozarlo, las noches madrileñas nos regalan un continuo espectáculo de rayos y descargas, que iluminan el cielo, dejando a las farolas nocturnas convertidas en pequeñas luciérnagas ante los focos celestiales. Desde el lunes por la noche en todas se registra un despliegue de luminarias lejanas, que se ven sin problema, pero no se oyen, de lo distantes que están. Uno mira la aplicación del radar meteorológico y ve que las tormentas descargan no muy lejos, a unos veinte kilómetros de casa, pero la distancia es suficiente como para que el sonido no llegue y, en la extensa llanura local, la luz, a chispazos, lo invada todo.

Hasta el día de ayer, en el que la distancia de la tormenta se convirtió en cero y descargó con todas sus ganas sobre nosotros. La previsión apuntaba a inestabilidad a lo largo del día, y fue una jornada calurosa, de cielos bastante despejados, de treinta grados superados y de nubes crecientes que, como algodones se elevaban sobre el azul recalentado madrileño mostrando la inestabilidad que había en el aire, pero sin que llegasen a descargar. Por la tarde estuve en una terraza cercana al trabajo tomando algo como el buen amigo MLLP, y alguna gota gorda ocasional cayó, pero parecían más viajantes extraviados que copiosos manifestantes. De camino al metro podíamos contemplar nubes negras que nos rodeaban y que, aparentemente, habían dejado atrás el centro de la ciudad y al bordeaban por el sureste. Se oía el rumor del trueno de fondo y uno imaginaba que, esta vez, a pocos kilómetros, la fiesta en el cielo no tenía límites. Cogí el metro y llegué a casa poco antes de las nueve de la noche. En mi barrio habían caído algunas gotas, no muchas, pero el cielo estaba confuso, como si hubiera pasado la cola de la tormenta pero no generando tras ella un claro de luz, sino más inestabilidad. Poco a poco las nubes sueltas se fueron apelotonando y el rumor del trueno crecía como una sombra en el este, que dice el narrador de El Señor de los Anillos, y a eso de las nueve y cuatro estaba claro que las gotas gordas y sueltas que empezaban a caer no iban a estar solas en esta ocasión. Por alguna parte entraba un resol luminoso, que hacía que el color de las nubes no fuera de un negro cerrado, sino algo más confuso y difícil de definir. El continuo de rayos empezó a ser constante, de una forma muy particular que asocio a las tormentas que se producen aquí, que se parecen mucho a las que suelen aparecer en las películas norteamericanas, de fogonazos incesantes que se suceden uno tras otro hasta generar una amalgama de luces y retumbes que lo llenan todo. Arriba, en el norte, las tormentas son fieras en viento y lluvia, pero mi sensación es que sus rayos son mucho más espaciados. Intensos, sí, pero ocasionales, nada que ver con el disparate que se organiza en estas mesetas de interior. Como temía, desde la ventana de mi casa poco es lo que me guarece de la lluvia cuando se pone seria, consecuencia de vivir en uno de esos pisos de juguete en los que los cutres tejados no tienen aleros y el agua, de normal, cae casi al ras de la pared exterior, así que cuando las gotas gordas se convirtieron en un desfile, luego una manifestación y posteriormente un remedo de botellón postpandémico me vi obligado a cerrar la ventana, bajar algo la persiana y contemplar el espectáculo desde el refugio interior, sin poder apreciarlo bien. Las cortinas de lluvia degeneraron brevemente en granizo, no voluminoso, pero el agua caía con un ímpetu enorme, golpeando árboles, setos, edificios y todo lo que hubiera en el suelo con la saña con la que lo haría un niño provisto de una ducha con la que quisiera ahogar a todo lo que le rodea. Las alcantarillas de la zona empezaban a rebosar ya antes de lo más intenso de la lluvia, y en pocos minutos se convirtieron en elementos decorativos anegados, cubiertos de hojas secas fruto de la hierba cortada hace días por los jardineros municipales, que en su mayor parte se quedó sobre el seco suelo, pero que en no poca cantidad saturaba ahora unos imbornales (palabra aprendida gracias a Filomena) que no servían para nada.

No fue el chubasco cosa de un minuto ni dos, sino de casi un cuarto de hora, en la que cayó agua hasta aburrir y, me da, se anegó de todo. A medida que la intensidad de la lluvia bajaba empezaban a oírse sirenas, indicativo de achiques y problemas varios, y en twitter el metro anunciaba la secuencia de líneas que iban sumándose a los problemas causados por el agua, en estaciones como Lago, Marques de Vadillo, Cartagena, etc. La lluvia fue cesando, pero el rumor de los truenos duró aún muchas horas. La tormenta, de gran virulencia, había pasado, y el aire del verano, seco y pesado, se marchó con ella por unos días.

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