No es novedosa la idea de establecer una especie de impuesto de sociedades global, o al menos de tapar los agujeros fiscales por los que se evaden, de manera legal, las recaudaciones que muchas empresas deben a los fiscos de cada país. La lucha contra los paraísos fiscales, otra vertiente del problema, es algo de lo que se habló mucho durante la pasada crisis financiera, pero como bien sabrán poco se había avanzado sobre ello en la práctica, más allá de la maña reputación de esos lugares y la condena social que recibían empresas y particulares si se destapaban cuentas en lugares como, pongamos, Panamá, donde los papeles vuelan y se publican.
Por eso el acuerdo de este fin de semana de los países del G7 para establecer un mínimo de impuesto de sociedades global del 15% y que las empresas tributen por sus beneficios allá donde los generan es un paso importante en aras no ya de una unificación fiscal, algo soñado pero imposible, pero sí en la imposición de normas que permitan que empresas globales no eludan sus responsabilidades. En el fondo, se trata de que todos juguemos con las mismas normas y, si eso en la práctica no es posible, que la distorsión sea menor. Como liberal que soy tengo una visión compleja de los impuestos. Sí creo que son necesarios para la provisión de los bienes públicos, y como dijo alguien alguna vez, son el precio que pagamos por vivir en sociedades civilizadas. Otra cuestión es determinar cuál es el precio y sobre qué se debe pagar, pero lo que es obvio es que si existe una figura llamada impuesto de sociedades, que obliga a tributar a las empresas por los beneficios obtenidos, no tiene sentido alguno que el kiosko de la esquina que vende pipas lo pague y una plataforma de internet que factura millones a mansalva no porque es capaz de montar un entramado societario que opaca los beneficios generados. Esta norma afecta a todo tipo de empresas, pero son las tecnológicas, que poseen un producto lo más etéreo y volátil posible, las más afectadas. También influirá en las industriales y de servicios como los financieros, pero esas tienen que realizar algunas inversiones físicas de consideración para desarrollar sus negocios en los países en los que operan y eso ya les impide eludir completamente la fiscalidad local. No es el caso de entidades como, pongamos, Facebook, que apenas necesita unas oficinas y algunos empleados en España para llevar la representación del negocio, y que puede facturar enormes cantidades de dinero en temas como publicidad, tráfico de datos y explotación de los mismos sin tener infraestructuras en nuestro país. Facebook genera dinero en España pero, por argucias contables y societarias, legales, acaba tributando en Irlanda y por una cuantía mucho menor de la debida, de tal manera que el fisco español ni se entera de lo que la empresa de Zuckerberg hace aquí ni tiene manera de cobrarle nada. Esto es algo que no tiene sentido, porque como toda empresa, sea de internet o de fabricación de maromas, se debe sujetar a una legislación fiscal común en el territorio en el que opere. La virtualidad del negocio que realizan y la buena imagen que poseen ha permitido a las grandes empresas tecnológicas eludir, que no evadir, el pago de impuestos en muchas naciones, y han contado para ello con el visto bueno del gobierno de EEUU, que algo les cobra porque allí están sus sedes sociales, pero que sobre todo se ve beneficiado por el mero hecho de que los grandes gigantes de ese sector son norteamericanos, por lo que la imagen del país como avanzado, moderno y atractivo se consolida en un mundo global, cosa que en sí misma es de un enorme valor, pero este acuerdo también afectaría a plataformas de otras nacionalidades, pensemos en las chinas, Aliexpress, que operan en todo el mundo. Que el acuerdo se haya dado en el G7 es el primer paso, de muchos, para su implantación global.
Como señalaron ayer algunos expertos, como por ejemplo Juan Ignacio Crespo, el diablo está en los detalles y habrá que ver cómo este acuerdo de intenciones se lleva a la práctica y que puede suceder ante naciones que decidan no cumplirlo. La pandemia ha arrasado las economías y elevado los niveles de deuda hasta cotas impensables, y todos los países buscan recaudar como sea para tapar sus agujeros fiscales, y en este estado de cosas es normal que surjan acuerdos como el que comentamos. Plasmarlo en normas reales, verificables, cobrables y no eludibles será otro cantar, pero ya saben, todo camino comienza con un primer paso
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