Durante los meses del confinamiento, ahora hace un año, tuvimos una pequeña lección social a la hora de saber si los trabajos que desempeñábamos cada uno eran esenciales o no para el funcionamiento de nuestro mundo. Se vio que la mayoría, la verdad, no lo eran. El mío, que sigo sin tener muy claro cuál es, que consisten en generar números en la oficina para todo el que los pida, está entre los no esenciales. Si no lo hago yo otro puede venir a hacerlo, y si no se hace, no pasaría nada serio. Esa sensación fue bastante generalizada entre muchos profesionales que, hasta entonces, se veían como imprescindibles.
Dentro de aquella ola de ingenuidad naif que nos inundó en los meses del horror más intenso se habló mucho de reconocer a los esenciales su labor, de dignificar su tarea en forma de contratos más estables, indefinidos, mejor remunerados. Hubo gente que incluso empezó a saludar a las personas que trabajan en las cajas de cobro de los supermercados, que hasta entonces se topaban no ya con la indiferencia, sino el más absoluto desprecio por parte de tantos clientes que sólo miraban su pantalla del móvil cuando los productos eran pasados y cobrados por el personal encargado de ello. Ahora les hablaban, miraban a los ojos, veían personas que tenían que ir a trabajar todos los días porque sino el resto no comíamos, mientras que la salida a la compra era de las pocas cosas que el común de los mortales hacía en su vida exterior al hogar, en el que tomaban cuenta de hasta qué punto el sentido de la mortalidad de la anterior frase era cierto. Con la llegada de las desescaladas el relajo social, necesario, empezó a mostrar que lo que antaño era normal volvía por sus fueros, y empezaron otra vez las colas en las cajas de las tiendas de clientes ansiosos y quejicas, que empezaban a ver a esos empleados no como sus salvadores, sino como alguien que les molestaba con indicaciones de seguridad que parecían redundantes. Empezó el goteo de despidos del personal de refuerzo sanitario, que tan necesario era, pero que se podía eliminar con la misma facilidad con la engordan las nóminas de asesores y cargos de confianza en las jerarquías de las administraciones públicas de todo pelaje. Algo parecido sucedía en los colegios, donde muchos de los refuerzos implantados al inicio del curso iban cayendo poco a poco, goteando en forma de contratos infames que no es que ya fueran a renovarse, sino que nacían con la caducidad puesta y la calidad de las frutas golpeadas que se exhiben en los estantes del fondo que nadie desea. Los esenciales fueron convirtiéndose poco a poco en coste, lo que siempre han sido para quienes hacen de gerentes de la cosa, pública y privada. Sí, ha habido excepciones, pero no suficientes como para que la sensación sea otra. Al empezar la vacunación se definieron categorías de personal esencial para que fueran inoculados de manera prioritaria, y en ellas entraron sanitarios y docentes, sí, pero no otros trabajadores, como los reponedores o los citados empleados de supermercado, que esperan como todos nosotros su turno para ser vacunados en función de su edad. Acudo una vez a la semana a un super a hacer una compra de juguete, ridícula, propia de mi extraña vida personal a ojos de casi todos, y los que me atienden en las cajas son, en su mayoría, más jóvenes que yo. A mi no me han llamado aún para pincharme, por lo que lo más lógico es suponer que a ellos tampoco. Y me parece mal, muy mal, que ellos que siguen ahí, que ahí estuvieron en los meses en los que para tantos no había mañana, sean vacunados más tarde que yo. Cuando empezaron los pinchazos no tardaron en aflorar los aprovechados de turno, que ponían las excusas más burdas y falsas imaginables para alegar que ellos tenían que pincharse. Abundaron cargos públicos y gente que, en general, ni era esencial por su labor y poseía sueldos más altos de la media, perfecta combinación para definirlos en tiempos de cruda existencia. Su actitud fue vista con recelo y desprecio por gran parte de la sociedad y, con motivo, se les criticó. No me consta que a ninguno de ellos, los que, por ejemplo, cobrasen cargo público, hayan dejado de percibir su nómina.
Hoy la autoridad sanitaria aprobará la vacunación urgente e inmediata de un grupo de millonarios que se dedican a pegar patadas a un balón con la excusa de que representan no se qué de unos colores en un circo organizado entre millonarios a nivel europeo. Todos los que van a ser inoculados de esta manera, saltándose cualquier protocolo, y con las bendiciones de papa estado, ¿tienen derecho por encima de otros profesionales? ¿son esenciales? Su profesión, que genera mucho dinero, sí, pero que no logro ver como trabajo, ¿es más relevante que la de los cajeros de mi habitual supermercado? ¿y del que usted frecuenta? ¿Cuántas personas de riesgo con edades bajas están hoy sin vacunar y tendrán que hacerlo después de que estos privilegiados sean pinchados? Sí, la normalidad ya está aquí. Volvemos a aplaudir a quienes no se lo merecen.
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