Sigues con tu café en la mesa, te queda poco. Desde que ella llegó y se sentó a apenas unos metros de ti la tarde ha cambiado completamente su sentido, y el día, que era oscuro, refulge. Se ponga las gafas para leer o se las quite, te deja asombrada la serenidad que refleja su rostro, su insultante atractivo envuelto en una madurez que nada tiene que ver con lo despampanante, y sí con lo pleno. Parece que espera. De vez en cuando deja la lectura, consulta el móvil que a todos nos esclaviza y mira a la entrada del local, como buscando a la persona con la que teclea. En ese momento quieres ser esa persona, y a la vez te parece infame que ese otro ser humano haga esperar a quien no merece ningún segundo de tedio.
Sigue la lectura y la espera, y tu café se acaba. Lo apuras, está bueno, pero ya no importa su sabor. Tus tripas empiezan a revolverse en una mezcla de emoción, angustia y miedo que te intranquiliza. Sabes que no puedes hacer nada. Es más, no debes hacer nada, pero quieres hacerlo. Empiezas a darle vueltas a escenarios, opciones, y todos te parecen payasadas propias de un crío que sigue viviendo en sueño absurdos. La situación no puede seguir así, y muy nervioso, te levantas. Empiezas recoger tus cosas, llevas la taza a la barra y pagas la consumición, tras lo que dejas en espacio de la cafetería, pero rodeada como está de estanterías de libros aprovechas para echar unas miradas a los tomos y seguir pensando qué hacer. Ella sigue enfrascada en su lectura, de un clásico breve de la novela norteamericana del pasado siglo, escrito por una mujer. Se enfrenta a él en inglés, con el enorme valor que eso supone. Tú has leído esa novela, y un par de ellas más de la misma autora, te gustaron por lo bien escritas que están, pero no mucho por lo triste de la historia que relatan, reflejo de la vida tortuosa de la escritora. Denota un excelente gusto al escoger esa lectura, y pese a que se le ve impaciente en una espera que se alarga, no cesa en su lectura. Haces tiempo frente a unos estantes para tratar de ordenar tus ideas, decidir si alguna de las estupideces que piensas puede llegar a ser realidad o no, y te das cuenta que la distancia física que existe entre tú y su mesa es una medida de la infinitud del universo, tan inmensa que es absurda, tan imposible de recorrer como ni siquiera de intentar. Tienes delante un anaquel de novelas juveniles, en las que se mezclan historias distópicas con amoríos y romances, y no eres capaz de distinguir en qué tipo de textos la fantasía de lo relatado es más increíble. Ella vuelve a consultar el móvil y mirar a la salida del local, hace ademán como de empezar a recoger sus cosas, pero se frena, y se vuelve a la posición de lectora. Es inevitable observar un cierto gesto de contrariedad en su rostro, algo no le ha cuadrado esta tarde, alguien no está haciendo lo que estaba previsto y no se encuentra en el lugar adecuado, el que miles de millones de años de evolución, azar y física teórica han fabricado para su regocijo, en esta tarde y junto a ello. Y tú lo observas desde una falsa distancia, sopesando alternativas en tu desquiciada mente, descartando unas y otras, inventando escenas de esas que en las novelas, o en las películas, resultan factibles, pero que la realidad se encarga de estrellar contra el suelo y hacer añicos como si de delicada porcelana se tratasen. Dice Marta Fernández en su último libro que autoayuda es que Woody Allen se quede con la chica, y tú, que tienes un aspecto no muy alejado del cómico neoyorquino, pero que careces por completo de su gracia y brillantez, asientes plenamente, a la vez que te acuerdas de la madre y del resto de familiares de los que escriben esos libros que no compras, que inducen a la gente a creer que todo lo pueden, para acabar frustrándolos. En medio de la escena, piensas, ya estás frustrado, pero al menos te ha ahorrado el precio de esos libros y el tiempo desperdiciado en hojearlos.
Esto no puede seguir así, es patético, te dices. Y entonces, contando hasta cero, decides que hoy es un día tan bueno como cualquier otro para hacer uno de esos ridículos a los que, de vez en cuando, acostumbras, y que para nada sirven. Dejas los estantes de libros adolescentes, soñando no tanto con volver a serlo, sino con recuperar algo de eso que debió ser aquella época, por la que dudas haber pasado, y caminando cerca de su mesa, la dejas atrás y vuelves a la barra, donde la camarera limpia unas tazas, sacas la tarjeta y mirando a una mujer que te ha cobrado hace bien poco y que no entiende qué vuelves a hacer ahí, te dispones a rodar el guion que te mente ha fabricado, y que en nada se convertirá cuando se enciendan las luces de la razón en la sala.
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