Ya desde verano de 2021 la inflación estaba cogiendo un ritmo que auguraba que los deseos de muchos, entre ellos el mío, sobre una subida transitoria de precios tras la pandemia se iban a convertir en decepciones. El caos logístico y las tensiones en las materias primas abonaban subidas que escalaban por encima del 4% con facilidad. El inicio de la guerra de Ucrania disparó las tensiones, especialmente en los productos energéticos y alimentarios, y algunos analistas advirtieron de que podíamos llegar a tasas de inflación interanuales superiores a los dos dígitos con el inicio de este verano. Fueron tachados de agoreros.
El dato adelantado de inflación de marzo, publicado ayer por el INE, registra un sádico nivel del 9,8%, y dado que faltan los últimos días del mes para elaborar el registro definitivo es posible que incluso ya en marzo veamos ese horrible doble dígito como medidor de la inflación en España. El dato no es malo, no, es simplemente horrible, una pesadilla para los que analizan la coyuntura económica y un dolor enorme para los bolsillos de los que, como casi todos, compramos cosas, necesarias y no. La inflación es la vía más directa para empobrecer a la gente, y el dato viene a decir, resumidamente, que hoy somos casi un 10% más pobres que hace un año, dado que nuestros ingresos no han crecido a la par. Para algunos ese empobrecimiento será menor, porque o bien no usan el coche o eluden la compra de bienes que han subido aún más. Para otros ese empobrecimiento será mucho más grave porque sus hábitos y obligaciones de compra les obligan a gastarse el dinero en productos que se han disparado bastante más que la media que refleja el índice. Para todos, el valor del ahorro, mayor o menor, que esté en cuentas o depósitos bancarios, se ha depreciado en una media del 10%. El destrozo es colosal. Contratos de arrendamiento, cláusulas de revisión de innumerables acuerdos, la lista de elementos que utilizan el IPC como herramienta para actualizarse es eterna, y todos ellos funcionan bajo condiciones de normalidad, es decir, tasas positivas pero livianas, en las que la subida de precios actúa como una especie de lubricante que da fluidez al mercado. Ya en los momentos de la gran recesión y en el 2020 pandémico, cuando se vivió una situación inversa, con inflación negativa, se habló del peligro que tenía un proceso de caída de precios, que puede ser muy dañino para todos, y mucha gente deseaba que se produjera lo contrario, un disparo de la inflación para enjuagar las muchas deudas de las economías. A mi esa solución no me gustaba nada porque, si bien contablemente sí solucionaba el problema de la deuda pública global, a nivel individual y de las familias y empresas suponía un empobrecimiento drástico y cruel, obligándoles a reducir su consumo, dañando sus ahorros y, en general, introduciendo un miedo en el cuerpo que no es positivo para nada. La inflación disparada actúa como una fiebre que todo lo altera, que empieza a quitar seguridad en la sociedad en la que se instala, que trastoca patrones de compra y consumo, y debilita la moneda del país, en la que se pone mucha más fe de la que se cree y que funciona, precisamente, porque esa fe está ahí. Tasas de inflación disparadas deshacen la fe en la moneda, el ver como pierde valor en poco tiempo, y el comportamiento de los individuos se vuelve más anárquico. Luchar contra la inflación es una obligación de todo gobernante, tanto por el interés que pueda tener en el bienestar de su sociedad como por el suyo propio, porque las inflaciones disparadas se llevan a los gobiernos por delante. Las tasas actuales, disparadas igualmente en el resto de Europa, aunque no tanto como en España, son un problema de enorme magnitud que pone a gobiernos, autoridades monetarias, sistemas financieros y ciudadanos ante un reto tan difícil como inmediato. Hay que hacer lo que sea para controlar la subida de precios, y que no provoque una enorme crisis.
Esa crisis, recesión derivada del hundimiento del consumo por el disparo de los precios, suele ser una de las vías para acabar con la espiral inflacionista cuando el alza de precios viene derivada de un proceso endógeno, con una economía muy caliente y un sector productivo incapaz de fabricar lo que se demanda, pero la inflación de hoy es, como la de los setenta, fruto de un shock exterior, energético y alimentario, que sólo provoca daños, sin que se haya producido un proceso de crecimiento anterior. En casos como estos el derrumbe de la demanda puede acabar conteniendo los precios, pero no es seguro que así sea, por lo que el problema puede que no se limite a un brutal calentón de precios de un par de meses. En ese caso, las medidas que ha presentado el gobierno ante este reto serán apenas tiritas. Esto se pone feo.