Hace unos fines de semana, la última vez que estuve en Elorrio, veía con mi madre una de las emisiones del telediario centradas en la guerra de Ucrania. Había tenido lugar un bombardeo en un área residencial y, con la mañana, algunos residentes se atrevían a salir para ver los resultados y buscar provisiones. Entre ellos había personas mayores, no pocas, y decía mi madre que, de ser la guerra en mi pueblo, ella tenía muchos dolores y que no se movería de casa. Tiene una movilidad reducida por artrosis y desgastes óseos de todo tipo, y yo le comentaba que eso opinaba ahora, pero que el miedo a la muerte que trae la guerra da fuerzas para correr y huir. Ella me lo negaba.
Lo cierto es que me quedé pensando cómo se vive una pesadilla así cuando eres mayor, estás limitado y la vida convencional ya suele ser bastante cuesta arriba, a veces imposible, si estás postrado en la cama o vives en un piso en el que no tienes ascensor. Ucrania es un país europeo, pobre pero europeo, por lo que su demografía se parece bastante a la nuestra; familias cortas y elevada media de edad, con mucha presencia de personas mayores de sesenta años y poca de jóvenes. Quiso la casualidad que ayer Almudena Ariza, a la que mencionaba hace un par de días sobre el papel de los corresponsales de guerra, hiciera un reportaje para el telediario sobre la vida de algunas de esas personas mayores que están en la capital, sometidas como todas a los bombardeos y la penuria, pero con una situación agravada por, en muchos casos, depender de otros para subsistir. En la crónica aparecía una mujer impedida, que estaba en casa postrada en una cama, y otra señora mayor que convivía con ella y era su cuidadora. Amabas eran mayores, y parecía que la enferma no pudiera ser muy conscientes del desastre que se desarrollaba a su alrededor, pero desde luego su cuidadora sí, y se las veía y deseaba para poder conseguir víveres, agua, y otros recursos básicos, incluyendo los de higiene femenina, para que ambas pudieran seguir una mínima vida normalizada. El grado de dependencia de la enferma era total, y esa carga, que es sabido hasta qué punto supone un esfuerzo en la vida de los que a ella tienen que enfrentarse, ahora, en la guerra, resulta casi inabordable. En la crónica también aparecieron un par de mujeres mayores, de ochenta y noventa años, con una lucidez llamativa, evidentes problemas de movilidad en cadera y piernas, asidas a sus bastones, que deambulaban por calles llenas de escombros en busca de algo de alimento, de alguna tienda o mercado que pudiera estar vendiendo cosas, en una mañana bastante despejada y, sospecho, fría. Los comentarios de ambas eran muy similares, haciendo memoria de sus años jóvenes o infantiles, en los que la Segunda Guerra Mundial estaba presente de pleno, y los daños que aquel horrible conflicto produjo en sus vidas y país. Confesaba la de noventa que ella sí lo vivió de niña, que recuerda poco, pero que lo que nunca esperaba era volver a pasar por la experiencia de la guerra, y menos a su edad, en la que uno está ya de vuelta de todo y se dedica a esperar y, en parte, a hacer balance de lo vivido. La imagen que ofrecían esas ancianas era de una entereza enorme, difícil de imaginar, en un contexto tan duro como el de la guerra, pero, a la vez, eran el vivo reflejo de la crueldad, de la absoluta mierda que es una guerra. Muchos, de edad menor, han podido huir de la ciudad, algunos se habrán llevado consigo a sus parientes mayores, pero es probable que otros muchos no habrán podido. Y En Kiev, como en todas nuestras ciudades, son miles y miles las personas mayores que viven solas, que no es que no tengan a nadie que las rescate, es que no tiene a nadie para nada, ni antes de la guerra ni ahora. Para ellas todo es mucho más difícil y sus posibilidades, escasas.
En las colas de refugiados que huyen del desastre vemos a muchas mujeres y niños, que dejan atrás maridos y demás parejas que se han quedado para combatir, pero no vemos personas mayores. Imagino que la inmensa mayoría de los ancianos de Ucrania siguen allí, en sus casas, o en lo que queda de ellas, a merced de las bombas rusas, del frío que entra por unas ventanas sin cristales y del hambre que provocan los combates. Al final de sus días, cuando más necesario es verse rodeado por los suyos, querido y, sobre todo, auxiliado, miles y miles de hombres y mujeres ancianos malviven en lo que va camino de ser la ruina de su nación, con unas posibilidades de salir de allí que se reducen cada vez más. Es un drama que se ve menos, pero resulta absolutamente insoportable ponerse a pensar en él.
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