Durante la crisis del coronavirus se produjeron pocas manifestaciones de índole laboral. Quizás por la dimensión de lo que estábamos viviendo, la situación de shock que dejó noqueada a la sociedad durante varios meses, y la puesta en marcha de medidas como los ERTEs, que permitieron sostener muchos empleos cuando hubieran estado abocados a la extinción casi con seguridad hizo que la conflictividad fuera muy baja. La práctica ausencia de negacionistas en nuestro país, algo de lo que debiéramos estar orgullosos, nos libró de violentas y patéticas broncas como las vividas en Francia, Bélgica o EEUU, por citar algunos lugares.
Ya no es así. La guerra de Ucrania ha exacerbado una serie de problemas económicos que despertaron con fuerza durante la salida del confinamiento global, a lo largo del año 2021, especialmente el caos logístico y la inflación, y ha convertido a estos tiempos en la antesala de una situación conocida en los años setenta como estanflación, una fea palabra que combina aumento de precios con recesión económica. ¿Estamos ya ahí? No, no, aún no, y hay que tratar de que se “aún” se convierta en permanente, pero sí tenemos, y consolidada, una inflación altísima, del orden del 7% en España, que desbarata previsiones, contratos, clausulas de revisión automática como las de los alquileres o pensiones, y es un mazazo a las rentas de la clase media y trabajadora. La inflación es un impuesto a la pobreza, y lo es más cuanto más pobre es quien a ella se enfrenta. Determinados sectores profesionales son los primeros que se ven sometidos a ella y perjudicados, pero luego llegan los llamados efectos de segunda ronda, cuando esos aumentos de precios de algunas materias y bienes se filtran a todos los demás y se genera un proceso sostenido de alzas de precios, que es de lo peor. En el caso actual estamos ante un clásico shock de precios energéticos, derivados directamente de la reactivación económica postpandémica y acelerados por la guerra de Ucrania. La guerra también va a provocar un shock de precios locales en artículos concretos como cereales, fertilizantes, aceite de girasol y algunas materias primas industriales y mineras, todos ellos producidos en gran cantidad por Rusia y Ucrania, y sujetos o bien a sanciones o a imposibilidad física de comercio por la propia guerra. Los agricultores y transportistas han sido los primeros en notar el golpe de los precios en sus cuentas de resultados, porque arrancar el tractor o el camión por la mañana supone directamente consumir un combustible que casi se ha doblado de precio. La imposibilidad de trasladar de golpe esos costes a una cadena de suministro que ellos no controlan les ha abocado al desastre, con unos ingresos que no suben y costes que se disparan sin cesar. ¿Opciones? Pocas, y una de ellas, obvia, es protestar. Las huelgas en esos sectores van a más y su repercusión crece a medida que sus productos no se recogen o trasladan a los mercados. En un país como el nuestro, en el que la logística de distribución dependen, casi en exclusiva, de los camiones, con nula presencia del transporte fluvial y poco más que anecdótica del ferroviario, un paro de tráileres es la vía rápida para llegar al estrangulamiento de toda la cadena productiva. La industria, que ya había empezado a cerrar plantas algunos días y horas por el coste de la electricidad, empieza a hacerlo muchas jornadas seguidas por la falta de suministros de piezas o materias primas, que llegan en unos camiones que no circulan, y en una producción en cadena como la que caracteriza a nuestras sociedades la ruptura de unos eslabones acaba provocando el cierre de los siguientes cuando el stock de provisiones que tienen las empresas, que es caro de mantener, se agota. Y de ahí a la sensación de desabastecimiento, el tiempo es escaso.
Estos problemas, que es cierto que se han disparado aún más tras el inicio del espanto ucraniano, vienen de varios meses atrás, y resulta inconcebible la falta de visión y reflejos de un gobierno que, cierto, no puede hacer frente a todo, pero sí que podía haber tomado medidas para paliar las cosas y ganar algo de tiempo antes de que soluciones más a largo plazo y, probablemente, europeas, alivien facturas como la eléctrica. Otras naciones hay han tocado, de manera extraordinaria, la fiscalidad de los combustibles para apaciguar los ánimos y amortiguar el golpe. Aquí, con un presupuesto ahogado en una deuda pública que escala hasta el 130% del PIB, no se ha tocado figura alguna. Y la bronca crece en la calle.
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