En uno de los ataques aéreos con lo que ayer por la tarde el ejército ruso castigó la capital ucraniana, fue afectada la torre de la televisión de la ciudad, el pirulí local, una estructura de celosía metálica de cerca de 300 metros de altura. El objetivo era cortar la señal y que los medios dejasen de emitir y, aunque la torre aguantó las explosiones, el negro se instaló en los televisores de toda la ciudad. Muy cerca de ese lugar, donde impactaron algunos de los cohetes, está el memorial de la matanza del barranco de Babi Yar, que está aproximadamente allí, y en donde tuvo lugar uno de los episodios más espeluznantes de la II Guerra Mundial. Recordar algo que, hasta ayer, sólo era historia, muestra lo infame que es lo que estamos viviendo hoy.
El asalto al este por parte de las tropas nazis, iniciado en el verano de 1941 con la operación Barbarroja fue, quizás, el mayor movimiento militar jamás emprendido en la historia, con cerca de tres millones de tropas y una cantidad enormes de medios motorizados. La apertura de ese frente se ha considerado, con unanimidad, como el gran error de Hitler, porque Alemania no era capaz de luchar a ambos lados y el esfuerzo en el este era tan descomunal que, si se fallaba, llevaría todo al traste, pero la ilusión de superioridad que el dictador, sus tropas y parte de su pueblo tenían era tal que nada los iba a frenar. Esa campaña se planteó, desde un principio, no como una guerra convencional, con sus enormes crueldades, como la que se había desarrollado en el frente occidental, no, sino como una guerra de exterminio. La superioridad racial aria que el ideario nazi había consolidado en las mentes de tantos les hacía ver a los que residían al este de Alemania como subhumanos en todos los sentidos, cuyo único fin era el de ser convertidos en esclavos para sus nuevos dueños o, directamente, ser exterminados. El avance de las tropas alemanas por esa inmensa estepa es rápido, efectivos y letal. El ejército ruso, que las ocupaba, es pillado por sorpresa y barrido del mapa en unos movimientos que, en pocos meses, llevan los límites del imperio alemán más de mil kilómetros al este de lo que ya alcanzaba al inicio de la ofensiva. En gran parte de Ucrania y Bielorrusia los invasores germánicos son recibidos como héroes por parte de la población local, libertadores que les pueden sacar del yugo ruso que, durante varios años, y especialmente durante el periodo de hambrunas provocadas por el estalinismo en los años treinta (el Holomodor) han causado millones de muertos en lo que ahora es Ucrania. Pero la alegría de los locales no dura nada cuando descubren que tras las tropas regulares alemanas, que son las que toman el control del terreno y las localidades, aparecen los grupos de asalto de las SS, fuerzas de élite cuya labor es la del exterminio. Centrados en la comunidad judía, muy numerosa en esas tierras, pero sin reparar en los que no lo son, esas fuerzas, llamadas Einsatzgruppe, agrupan a la población de las localidades que se van conquistando y, sin miramientos, la exterminan mediante fusilamientos masivos. El terreno se va despejando y los planificadores de Berlín empiezan a diseñar las futuras granjas y plantaciones en las que los alemanes, agraciados con ellas, podrán desarrollar una nueva vida. Las noticias corren, y las poblaciones huyen despavoridas ante lo que no es sino una ola de exterminio que se les viene encima. Kiev se convierte en refugio para miles de ellos, judíos y no, que descubren que el horror soviético puede ser suplido por la eficiencia nazi en una especie de competición absurda para ver quién ahonda más en el infierno que es capaz de crear. Kiev cae ante las tropas de Hitler sin mucha resistencia y enormes bolsas de población son convertidas, al instante, en prisioneros. No estamos ante poca gente, sino varios miles, y la logística del exterminio nazi empieza a llegar al límite de sus capacidades. Algunos gerifaltes del gobierno empiezan a pensar en algo que permita industrializar lo que hasta ahora es labor de fusilamientos masivos.
Entre el 29 y 30 de septiembre de 1941, miles de judíos apresados en la capital son llevados a un lugar cercano en las afueras, el barranco de Babi Yar, y metódicamente son fusilaos y arrojados al foso natural que allí existe. Los cadáveres se apilan de manera automática formando una masa informe de repugnancia absoluta, que hace perder los nervios a los ejecutores que llevan a cabo la operación, que cada poco tiempo deben ser suplidos por asesinos de refresco, convenientemente borrachos para no enterarse de la exactitud de lo que allí sucede. La matanza es de una efectividad tan precisa como espeluznante. Muchos otros miles fueron asesinados en días posteriores en ese lugar, pero nunca se superaron los registros de esa jornada de septiembre. Hace pocos meses el presidente Zelensky presidió el ochenta aniversario de esa matanza. Ayer Putin bombardeaba el memorial
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