El horror diario que se da en Ucrania le obliga a uno a pensar sobre qué haría si algo así sucediera aquí, en el lugar en el que vive. Acostumbrados los europeos a décadas sucesivas de paz, una anomalía en nuestra historia colectiva, vendida anomalía, no somos capaces de imaginar lo que sería que nuestras calles, casas, seres queridos, fueran vilmente golpeados con el mal que es la guerra. Opiniones tenemos todos, a miles, sobran, y es fácil expresarlas, pero el qué hacer ante situaciones como esas es otro asunto mucho más peliagudo, y el mero hecho de que lo de Ucrania esté pasando, y nos impacte de lleno porque lo vemos como próximo hace que dedicar unos minutos a pensar sobre el destino de cada uno sea relevante y necesario.
¿Usted lucharía o escaparía si una guerra se desatara en su pueblo o ciudad? Puede que la respuesta fuera diferente ante distintos tipos de guerra, porque no es lo mismo una civil entre conocidos que una de liberación ante una agresión externa, pero la pregunta no admite muchas escapatorias, salvo la de la propia huida. Ante una situación límite de este tipo se pueden dar comportamientos inesperados, porque las mentes actúan con rapidez y personas que eran valiente antes del hecho sufren el pánico mientras que otras que jamás se habían revelado como osadas pueden hacer actos de heroísmo tan inesperados como notables, por lo que la respuesta a la pregunta puede no ser lo que realmente sucediera ante la realidad. Es algo parecido a lo que pensamos sobre cómo nos vamos a comportar ante sucesos violentos menores que no nos son ajenos. Si vemos a un maltratador pegar a una mujer, ¿defenderemos a la víctima o nos esconderemos? Seguro que más de uno sí se ha planteado este dilema, y me temo que también alguno tendrá una experiencia cercana de un hecho vil de ese estilo. La contestación políticamente correcta la conocemos todos, por lo que no es necesario que, si lee esto, la pronuncie en alto. Piense en silencio, y dígase a sí mismo qué es lo que cree que haría. En el caso de una guerra no asistimos a un hecho aislado, cruel como el anterior, en el contexto de una sociedad normal, sino al derrumbe de todo lo que nos rodea, del orden establecido, de las reglas escritas y las que no, que funcionan de manera silenciosa en casi todas las ocasiones y que, en esta mañana de jueves, siguen haciéndolo en nuestro país. Ante un hecho tan excepcional como la guerra no es que uno no pueda evitar posicionarse, es que no puede evitar que su vida sea completamente golpeada, y ahí es donde toma sentido la pregunta del principio y el intento personal de encontrarle una respuesta. Antonio Muñoz Molina trató de hacer algo así en una de sus novelas, La noche de los tiempos, en la que relata la vida de un arquitecto joven, que en el convulso Madrid de 1936 trabaja en la construcción de la ciudad universitaria de la Complutense. De profundas convicciones republicanas, vida asentada y con futuro profesional, la guerra civil irrumpe en su vida como el tornado que todo se lo lleva, y de golpe se ve ante el dilema de hacer algo. Sus ideas son claras, y sabe a qué bando debe apoyar, incluso cree cómo poder hacerlo, pero surge un miedo irracional en su ser que lo paraliza. La posibilidad de perder todo lo que ha logrado en su carrera, en su vida sentimental… el miedo a morir lo atenaza. No puede vencerlo. A las pocas semanas de que la contienda se desate huye de España y acaba en unos EEUU donde se le vuelven a abrir las puertas de su profesión, en un entorno plácido y tan alejado del infierno que deja como absurdo. El protagonista pasa de ser un convencido activista social a un exiliado en apenas unas semanas, derrotado por el miedo, y el conjunto de la novela, que narra todos estos episodios, no deja de dar vueltas en torno al remordimiento del que ha escogido salvarse, huir, dejar el frente y escapar en busca de refugio. Se creía valiente y defensor de unos principios superiores, pero el miedo le ha vencido. Esa derrota del protagonista es lo que marca la novela y, ante ella, su vida, conservada, pierde gran parte de su sentido.
Cuando, al empezar la ofensiva rusa, se veían las kilométricas colas de coches atascados en la salida de Kiev, me imaginaba que, de suceder aquí algo así, trataría de estar en uno de esos vehículos. Me veía a mi mismo no como uno de esos cobardes que huyen cuando empiezan los disparos, porque no es cobardía, sino como uno de los miles muertos de miedo que no son capaces de enfrentarse al horror de una guerra. Más de una vez me he planteado la pregunta que hoy les propongo, y siempre me he contestado, desde mi enclenque existencia, que sería de los que saldrían corriendo para salvar el pellejo y, quizás, vivir lo que suceda desde el refugio de la distancia y el sentimiento de pérdida por no haberme sacrificado para evitarlo. Sí, yo sí soy alguien al que el miedo le puede.
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