Ayer el Euromillón sorteaba un bote de 225 millones de euros, una cifra estratosférica, que se escapa a la capacidad de comprensión de casi todos nosotros. Si la gente está dispuesta a hacer locuras por cincuenta euros, cuando las cifras llegan a cientos de miles se rompen todos los precintos, y el concepto de “millón” es embriagante hasta cuando se pronuncia su combinación de consonantes suaves, dulzonas, empalagosamente gustosas. Si todo el mundo tiene un precio, creo que el millón de euros es una cota en la que se puede aspirar a comprar a la inmensa mayoría de la población. Los que no, o tienen reparos éticos muy bien enraizados o, los más numerosos, tienen más dinero y quieren más. Haberlos “haylos”.
Ante semejante bote, y oportunidad de alterar la vida en caso de fortuna, una de mis jefas propuso ayer en la oficina jugar de manera conjunta a este sorteo. Típico caso de aportación simbólica de un euro por parte de todos los compañeros para que juntar en el entorno de la veintena y que uno se lanzase al establecimiento correspondiente para hacer las apuestas que fueran posibles. Parafraseando a Astérix, todos los que trabajamos en la planta nos apuntamos al sorteo… ¿todos? No. Un irreductible, en este caso no galo, renunció expresamente a hacerlo, y no aportó. ¿Quién será el iluminado que renuncia al encuentro de la diosa fortuna, se preguntará usted? Evidentemente, si el que escribe soy yo, no puede ser otro el disidente del juego. Como sucede cada vez que hay juegos de azar, loterías y cosas por el estilo, nunca participo, a sabiendas de que existe una mínima probabilidad, no nula, de que esté cometiendo un error, pero también teniendo claro que todo ese tipo de sorteos y cosas por el estilo son trampas que el organizador, en este caso el estado, pone delante de los ciudadanos para sacarles dinero de una manera que parezca indolora para ellos. No lo hago por un prurito de soberbia, no, sino por el mero hecho de que el negocio es una estafa, de que es casi imposible que pueda tocar y que mes a mes, cuando se repiten los sorteos, está más que claro quién es el que realmente gana dinero con ellos; el organizador. Pasa lo mismo en loterías privadas o en negocios como los bingos, casinos o cosas por el estilo, en los que no tengo memoria de haber participado nunca. Si la ruleta del casino cierra será síntoma de que el negocio no era tan bueno para el crupier y sus compinches, por lo que merecería la pena apostar. La gran pregunta es, por tanto, a sabiendas de que estas loterías y sorteos son una estafa, ¿por qué tienen tanto éxito? Por algo muy sencillo, porque las personas no somos racionales, actuamos pensando, sí, pero en el fondo instintos primitivos arraigados desde que la bilogía y la evolución dieron forma a los seres vivos nos siguen dominando. Todo el mundo se hace castillos en el aire con la posibilidad de que le toque el sorteo, y lo que, tras la celebración, vaya a hacer con el dinero cobrado. Sueños de grandeza, tapar agujeros, ayudar a otros, ayudarse sin límite a uno mismo, comprar cosas, dejar el XXX trabajo y mandar al ZZZ jefe a la mierda, hacerse con un casoplón y un yate (nunca entenderé lo del yate) y cosas por el estilo. El personal cree que la inyección de dinero le va a llevar a una vida de ensueño, de riqueza, de no trabajar, de hacer que todos los sueños que posea se hagan realidad, y ese deseo nubla cualquier otra consideración. La tentación es muy elevada, y aunque en el fondo de la cabeza alguna maquinita susurre que, la verdad, es casi imposible que el premio le toque dado el diseño del juego, la tentación de la vida anhelada se impones y la frase maravillosa de “va, intentémoslo” se impone, se graba en mármol y se eleva sobre columnas salomónicas. El bote de aportaciones de los compañeros crece a un ritmo constante, tanto como lo hace la lista de los participantes a repartir el futuro porrón de millones y, con la recaudación concluida, el proceso de apuesta llega a su final. Ya les advierto que a mis compañeros no les ha tocado nada, así que hoy será un día normal, como el de ayer, aderezado con la penilla de “ay, lo que hubiera hecho de habernos tocado” que impregnará muchas conversaciones.
No les quiero engañar. A mi, como a todo el mundo, me gusta el dinero y me importa, y si me dan varios millones de euros no los voy a rechazar, desde luego, pero no veo en los sorteos la manera de lograrlos. No me preocupa para nada que a los que me rodean les toque algo y a mi no, la gran excusa que se utiliza para justificar la multiparticipación en Navidad, en la que se mezcla tanto la avaricia ensoñadora asociada al premio posible antes comentada como la envidia más nefasta posible ante la felicidad ajena y la no propia, en una combinación de sentimientos agresivos y primitivos ante los que el raciocinio sucumbe de manera casi total. Y desde luego no, no soy muy racional, cometo errores fruto de mis deseos y de ingenuidades, caigo en ardides que el márketing y otras estrategias me ponen delante. Me equivoco una y mil veces, pero al menos, en el caso de los juegos, trato de no errar. Aunque sean muchos millones los que tienten.
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