viernes, julio 01, 2022

La imagen de la cumbre

En todo encuentro se dan multitud de imágenes que pueden ser seleccionadas perfectamente como las representativas de lo que allí ha sucedido. Ante la sobreabundancia cada vez es más complicado escoger con cuál quedarse, pero hay que reconocer que en la recién terminada cumbre de la OTAN en Madrid hay una que destaca sobre todas ellas. Se muestran en la misma los mandatarios que han acudido al encuentro, en una sala enorme, y en medio, presidiéndolo todo, Las Meninas de Velázquez, un cuadro que, por su calidad, historia, significado y, también, dimensiones, sobresale frente a todos los que junto a é posan, contingentes mortales con una obra eterna.

Hay que reconocer que la idea del gobierno de Sánchez de organizar un pase privado con cena en el museo del Prado ha sido excelente, y ha propiciado no sólo una montaña de imágenes curiosas, sino que realmente ha servido de revulsivo para el propio muso, ofreciéndole una de las promociones mundiales más sugerentes e impactantes posibles. Millones y millones de espectadores de todo el mundo han contemplado, aunque sea parcialmente, las salas, claustros y demás instalaciones de la pinacoteca, quizás la mejor del mundo, que es conocida más allá de nuestras fronteras, pero que está a un nivel de importancia, la otorgada por el turismo, por debajo de otros grandes nombres como el Louve, el British Museum o la Galería de los Uffizzi, por decir tres joyas mundiales. El Prado es sólo pinacoteca y escultura, no compite en otras áreas como arqueología, y el nivel de expolio de terceros países que presenta es ridículo frente a contenedores como el británico o el parisino, donde gran parte de sus joyas son fruto de la conquista imperial de sus naciones en pasados siglos. No, El Prado es un museo curioso, construido en torno a las colecciones privadas de los reyes de España, una especie de gabinete particular, que recoge los gustos de quienes se sentaron en el trono durante siglos y las modas que vivieron. Eso da a la colección del Prado una unicidad difícil de ver, que le permite actuar como guía de medida de la historia de España. Si a ello le juntan que genios universales como Velázquez, Goya, Murillo, Zurbarán o El Greco, por citar algunos, se muestran en sus salas en toda su plenitud concluye uno que ese museo es algo más que un mero contenedor de cuadros. En un Madrid en el que sus iglesias son menores, su catedral un pestiño y sólo algunos pequeños edificios religiosos merecen la pena pasar al catálogo de lo brillante, El Prado actúa como la auténtica catedral de la ciudad, el estandarte, el edificio que hay que ver si uno visita Madrid. El propio contenedor que lo conforma, basado en la obra de Juan de Villanueva, presenta formas y dimensiones más modestas que, pongamos, el Louvre, que es tan gigantesco como abrumador, y las sucesivas ampliaciones que se han ido haciendo, con no pocas polémicas, han tenido claro que el edificio de Villanueva es el rey y todo lo demás a él debe supeditarse. El claustro de los Jerónimos, donde tuvo lugar la cena del miércoles, está incorporado a la última ampliación, ejecutada por Rafael Moneo, de una manera extraña, casi imposible de identificar desde fuera, envuelto en un edificio de ladrillo rojo bastante anodino, pero el acceso al mismo desde el interior del museo revela la potencia de la actuación, dejando ese espacio porticado en lo alto del conjunto de salas de exposiciones temporales, que fueron colocadas en un plano inferior. No quiso Moneo que su reforma destacase vista desde la calle, y así el edificio de Villanueva no tiene oposición alguna. Sólo desde dentro, cuando uno está en los accesos inferiores, descubre la nueva ala, salas y acceso al claustro. Es meritorio que un arquitecto tan brillante se oculte de una forma tan respetuosa.

La noche del miércoles fue la de un grupo de mandatarios que deambulaban por las salas quedándose en muchos casos absortos ante lo que contemplaban. Se ha destacado mucho a Boris Johnson, obnubilado ante un montón de cuadros, o a Macron, viendo los Goya que retrataban la realeza española a punto de sucumbir ante su compatriota Napoleón, pero en general las escenas eran las mismas fuera cual fuese el mandatario retratado. Relativo éxtasis y gusto en un marco espectacular. En lo que se denomina poder blando El Prado dio un golpe de autoridad esta semana y se mostró, ante todo el mundo, como lo que realmente es, una joya absoluta, uno de los lugares que más arte y belleza atesora.

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