Celebró ayer EEUU su fiesta nacional del 4 de julio en un ambiente poco celebrativo. No sólo por el habitual tiroteo de cada día, que deja un reguero de muertes insoportable, sino por una conjunción de factores entre los que la salvaje inflación, sí, también allí, lo enturbia todo. Lo más grave es la creciente polarización de la sociedad y el crecimiento de fronteras, de momento mentales, las más difíciles de derribar después, entre distintos grupos de ciudadanos. Cuando esas fallas se alimentan y se intensifican pueden convertirse en males crónicos que lastran una sociedad. Nosotros estamos acostumbrados a vivir con ese problema, y nos resta permanentemente. Para los EEUU es algo relativamente nuevo. Y les restará.
Uno de los efectos de esta división es la de justificar actuaciones totalmente horrendas, indefendibles bajo cualquier punto de vista, como el asalto al Capitolio que tuvo lugar el 6 de enero de 2021, en lo más parecido a un golpe de estado tumultuoso que se ha visto en la capital imperial. Hordas fanáticas con personajes extravagantes que violentaron la sede de la soberanía nacional, causaron muertes y pusieron el país al borde del caos. Durante meses una comisión del Congreso ha ido recogiendo testimonios para investigar cómo se pudo organizar aquello, y la semana pasada se pudo escuchar, en una de las últimas audiencias, a una estrecha colaboradora del entonces presidente en funciones Donald Trump, que dejó unas palabras para la historia y la galería de los horrores. Hasta ahora se sabía la complicidad sentimental que el impresentable de Trump mostró hacia los asaltantes, con incesantes mensajes de comprensión ante el horror que sucedía a pocas manzanas de la Casa Blanca. Ahora sabemos, gracias a ese testimonio, que Trump intentó ir al asalto para apoyar a los asaltantes. No sólo decía esas bobadas de que esos golpistas eran “buena gente” con “buenos sentimientos” y sandeces similares, no, sino que lso veía como lo que realmente eran, las huestes que él había ido convocando con sus soflamas y discursos deslegitimadores tras las elecciones de noviembre. La táctica de Trump, infame, era sencilla. Si gano, bien, si no gano, el resultado es falso, todo está amañado y soy víctima de una conspiración para alejarme del poder, que es mío. Absurdo, pero así fue. Desde el día siguiente de las votaciones, cuando algunos recuentos se presentaban ajustados pero la victoria de Biden empezaba a ser clara, Trump no cesó de mandar mensaje sobre el robo de las elecciones, lo injusto que estaba siendo todo y que sólo él podía ser el legítimo ganador. Se ha demostrado que, en todo momento, Trump intentó que el poder y los que estaban a su servicio hicieran todo lo posible para alterar el resultado electoral, exigiendo recuentos innecesarios, presentando demandas, e incluso pidiendo abiertas manipulaciones de los resultados en determinadas circunscripciones., La ridícula imagen de un Guliani desbordado de tinte del pelo, cayéndole por la cara en medio de una rueda de prensa en la que se enoja tanto como suda defendiendo a su presidente de la mentira electoral urdida por los demócratas nos puede parecer risible, y lo es, pero esconde una oscura estrategia de fondo que dejaba al oscuro tinte del abogado neoyorquino convertido en blanco polvo de tiza. El aliento a la conspiración y el rechazo a los resultados no cesó día tras día desde una Casa Blanca en la que Trump, enajenado, veía como el poder real le abandonaba. Por ello, el asalto del día de reyes no tuvo nada de improvisado, sino que era el colofón a una serie de mensajes y de dictados, que emanaban desde el propio Trump. Al parecer fue parte del personal de la residencia presidencial y del servicio secreto quienes, desobedeciendo su juramento, no acataron las órdenes de Trump y no le llevaron ante sus fieles bárbaros, que estaban en pleno aquelarre bajo la cúpula del Capitolio.
Si durante los años de su mandato Trump acumuló suficientes evidencias de un ejercicio del poder despótico e infame, su final ha sido digno de un dictador bananero que se resiste a ser depuesto. Probablemente sea difícil probar en un juicio la acusación de que el maldito Donald orquestó un golpe de estado, pero queda en el poso de todos los que vimos aquello, y hemos seguido las comparecencias, que Trump es el primero de los presidentes de la historia de EEUU que ha tenido la tentación de acabar con la democracia, y ha actuado en ese sentido. Su paso por el poder será recordado como uno de los tiempos oscuros de la historia de la nación, pero lo peor es que nada garantiza que, en un par de año, el golpista frustrado pueda volver a sentarse en el despacho oval.
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