Hoy hace 25 años también era un día soleado, radiante y caluroso en Bilbao, aunque la sombra del terrorismo lo cubriera todo. Miguel Ángel Blanco, concejal del PP de Ermua, había sido secuestrado el jueves y Eta, y sus socios y colaboradores, plantearon un chantaje a la sociedad, sometiéndola a lo que, sin dura, iba a ser una pena de muerte ejecutada a cámara lenta. No había muchas dudas sobre lo que los malnacidos terroristas iban a hacer entonces. Ya lo hicieron con el ingeniero Ryan, y con otros tantos cientos de víctimas, y les hubiera gustado hacerlo con Ortega Lara, a quien dichosamente la Guardia Civil sacó del campo de concentración en el que estaba recluido. El sol iluminaba, pero no había luz en esos días.
Nos concentramos en Bilbao miles y miles de personas en una enorme manifestación que pedía a ETA liberar a ese chaval, que quería exigir, pero aún no se atrevía a usar ese término, que el terrorismo se acabara y que esa banda mafiosa y todo su conglomerado se disolviera de una vez. Fue la mayor manifestación que tuvo lugar hasta ese momento contra el terrorismo, y el germen de un movimiento cívico contra el fanatismo etarra que luego sería el gran dolor de cabeza del poder dominante en el País Vasco, el poder nacionalista que, vía amenazas de unos, seducción de otros y asesinatos de aquellos era, y sigue siendo, el hegemónico. Evidentemente no estábamos todos en aquella manifestación, no sólo porque, aunque Bilbao es infinito, no permitía acoger a todo el mundo. Varios miles y miles de personas esperaban también esa tarde que ETA cumpliera su amenaza, pero porque querían que la ejecutase. Miles de supremacistas que consideraban a Miguel Ángel como a otro maketo eliminable, a otro de esos que debían someterse a su sueño imperial de una Euskadi grande y libre, sujeta a su designio, como lo estuvo España durante décadas sometida al designio de otro dictador. Arnaldo Otegi, ahora el rubricante de infames acuerdos y leyes con un gobierno que se dice progresista, pasó esa tarde de sábado en la playa, sin que su conciencia, inexistente entonces y ahora, le perturbara el descanso lo más mínimo. Si acaso, intuyo, con el nerviosismo que todo asesino profesional debe tener antes de ver cómo otro de sus colegas realiza su trabajo. En esa manifestación había representantes del gobierno vasco y del nacionalismo no terrorista, convencidos en parte de que el secuestro de Miguel Ángel era un delito pero, sobre todo, un error de cara a su estrategia de dominio de la sociedad. Durante ese fin de semana el PNV, el partido más listo y con mayor sentido del poder que hay en España, fue el primero que vio que un poder autóctono emergía, fuera de su control, en su territorio, y ya desde el lunes empezó a trabajar para que ese movimiento no llegase a más, para que lo que siempre había sido suyo siguiera siéndolo, como lo es hoy. En esa manifestación también habría curas y religiosos, pero a buen seguro pocos, escondidos, amparados en la multitud. Expertos excomulgantes que tronaban desde sus púlpitos ante los débiles de la sociedad pero que callaban, y callan, ante el delito flagrante cometido por el poder que amedrenta. En las iglesias vascas apenas hubo, en décadas, ni el más mínimo gesto de conmiseración ante los asesinados y los suyos, y sí toda la complicidad del mundo con los asesinos, sus jefes e ideas. Nunca un religioso fue objeto de atentado por parte de ETA, porque ninguno de los jefes con alzacuellos oso jamás a lanzar un mensaje contra el terrorismo. Sólo cuando empezaba a verse la debilidad de la banda y que la vida del que contra ella se postulaba dejaba de correr peligro se les vio a los prelados girarse. Tampoco estaban en la manifestación miles y miles de colaboracionistas interesados, chivatos, delincuentes, colaboradores, sujetos que en los pueblos llevaban el control de qué hacía cada uno y en qué se significaba, para que la mafia etarra le diera un aviso y se mantuviera en el redil adecuado. Soplones baratos, basura que trabajaba de manera coordinada, efectiva y barata. De esos en Bilbao no estuvo ninguno, claro.
En Bilbao estuvimos miles y miles de pringados. Miles y miles y miles de gilipollas que sabíamos que ETA iba a matar a Miguel Ángel Blanco pero que, por lo menos, no renunciábamos a nuestro derecho a la pataleta, a salir a la calle a gritar que la infamia en la que llevábamos años viviendo era insoportable, y que no se podía seguir así. El resultado de aquellos días lo conocen perfectamente quienes así lo vivieron y desean, y no lo saben quienes, por expreso deseo del poder nacionalista que persiste, no lo han aprendido porque nadie se lo ha contado. Hoy ETA no existe, estamos miles de veces mejor que entonces, pero las infamias que hicieron muchos en el pasado, de las que siguen mostrándose orgullosos, jamás se blanquearán por mucho que un débil gobierno nacional lo pretenda. Muchos mataron a Miguel Ángel, no sólo los malnacidos que le dispararon. Y muchos entonces, y no pocos ahora, lo siguen festejando.
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