Suelo usar el término desgobierno para definir al grupo de personas que, supuestamente, rigen el país, fijándome más en el resultado de sus acciones que en la forma que posee. Quizás el término bigobierno sea más exacto, porque nunca se ha dado una unión cierta no ya entre los equipos, sino ni si quiera en las líneas de actuación entre la rama socialista y la de Podemos. La crisis del verano pasado, que quizás se repita, en la que Sánchez sólo cambió ministros socialistas. Y la negativa a cesar a algunos de los ministros de Podemos tras sus sonoros y evidentes fracasos muestra que el gobierno es uno y dúo, y que se opone a sí mismo. Como mínimo curioso, en general, triste.
Es normal que en toda coalición haya disputas y diferencias, por algo son uniones entre formaciones distintas que deciden agruparse para gestionar un poder que sólo de esa manera logran alcanzar. Es el interés egoísta de cada uno lo que les lleva al pacto, en un ejemplo que a Adan Smith le encantaría, seguro que no tanto a Ione Belarra. Sin embargo, lo que vemos desde que se conformó el gobierno de Sánchez es otra cosa. Dos ramas, una grande, la socialista, que sabe lo que es gobernar y lo que supone estar al cargo de instituciones, aunque lo haga mal, y otra, la de Podemos, que sigue viviendo en esencia en el mundo asambleario y que lo único que parece tener claro es la abultada nómina que sus dirigentes y colocados reciben a final de mes tras el no desempeño de sus obligaciones. Gobernar es difícil, sacrificado, duro, cuesta. Sí, ahora uno de los tres lectores que aún me siguen me han mandado a la porra, ayy, pero es como veo que debe ser el ejercicio del poder en nuestras sociedades. Los ministros de Podemos ocupan cargos de responsabilidad elevada, tienen acceso a presupuestos públicos, obtenidos mediante la recaudación de impuestos de todos los ciudadanos, les hayan votado a ellos o no, y deben ser conscientes de que ocupan esos cargos porque el voto popular que ellos y el resto de partidos que los apoyan les otorgó mayor representación en el Congreso que a sus oponentes. Poseen un contrato temporal en el sentido más estricto del término. Le deben coherencia y respeto a su jefe en el gobierno, Sánchez, y si no la lealtad plena que el militante socialista observa hacia su ungido jefe, si la mínima imprescindible para que la labor colegiada del gobierno y los ministerios no sea un constante ejercicio de lucha interna. Si uno como miembro de una formación política discrepa de los acuerdos o las decisiones de su jefe en el gobierno trata de arreglarlo, vía debate o griterío, pero a puerta cerrada, y si la cosa no mejora siempre está la opción de dimitir y dejar el cargo. Que una parte del gobierno realice la oposición a la otra en un tema como el del aumento del presupuesto de defensa tras la cumbre de la OTAN es tan incomprensible como que los dirigentes de dicha rama opositora sigan cobrando, sin pestañeo alguno, los emolumentos de sus cargos, que proviene del hecho de ser parte de ese gobierno. Ayer a Boris Johnson le dimitieron dos de sus más cercanos e importantes ministros, uno el de economía, por el último escándalo en las filas conservadoras, de acoso sexual de un dirigente a otros hombres del partido, ante el que el jefe de pelo encabritado ha actuado como siempre; tarde, mal y arrastras una vez que la noticia ya era imparable. Los dos ministros, seguramente hartos tras los escándalos pasados, han debido pensar que ya es suficiente y que no iban a aguantar más. Son miembros del mismo partido que el premier, pero se han ido, lo han dejado. A nadie se le obliga a ser ministro, y uno siempre tiene la oportunidad de irse, pero ninguno de los cargos de Podemos ha abandonado sus bien remunerados puestos por problemas de conciencia o incompatibilidad entre lo que el gobierno decide y lo que él proclama en sus mítines o declaraciones. Seguramente varios miles de euros al mes dilatan todas las estrecheces políticas y éticas que uno pueda tener, y darse una vuelta turística por Manhattan a cuenta del presupuesto público bien vale la hipocresía de apoyar a un gobierno en el que uno, en este caso una, nunca ha creído.
En todas las coaliciones llega un momento, a medida que se acercan las siguientes elecciones, en las que hay que escenificar la ruptura para que las formaciones que las componen se puedan presentar cada una por su lado ante el electorado, presumiendo de manera individual de todos los logros colectivos del ejecutivo y achacando al otro, u otros, los fallos y lo que no ha podido ser en la experiencia de gobierno. Pareciera que en este experimento de Sánchez esa escenificación comenzó al par de semanas de echar a andar el pacto de gobierno, lo que lo hace todavía más complejo. Los politólogos lo deben estar disfrutando, pero el resto de los ciudadanos, paganos y sometidos a las inclemencias del día a día, no, nada.
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