El telescopio espacial James Webb funciona. Estas seis palabras esconden casi un milagro que se extiende a lo largo de más de dos décadas de diseño, financiación, experimentación, cambios, correcciones, errores, soluciones, más presupuesto, problemas, nervios y esperanzas. Todo en la construcción de esa joya de la ciencia y la técnica ha sido una carrera de obstáculos que, en cada momento, parecía que iba a lograr descarrilar el proyecto. Sólo el proceso de lanzamiento, que desde un principio condicionó la estructura y forma del propio dispositivo, fue una de las cosas más tensas que se ha vivido en la carrera espacial reciento. Salió bien.
Diseñado como el sucesor del Hubble, el James Webb es un telescopio de infrarrojos de tecnología, dimensiones y capacidades que van mucho más allá de lo que era capaz el afamado telescopio Hubble. Enorme tanto en su espejo primario, con más de seis metros de diámetro frente a los poco más de dos del antecesor, constituido por hexágonos que se ajustan para cubrir la superficie buscada, es mucho más grande que cualquier otro instrumento científico lanzado al espacio anteriormente, y está muy lejos. Frente al Hubble, que orbita en zona baja, el Webb está en el punto de Lagrange 2 del sistema Tierra Sol, a más o menos un millón y medio de kilómetros de la Luna, en el extremo de la línea que formaría el Sol, la Tierra y el telescopio. Allí, bajo unas condiciones de temperatura extrema que oscilan en función de la radiación que reciba, y bajo un muy aparatoso manto que busca no sujetar el telescopio, sino amortiguar precisamente esos cambios de temperatura para que el instrumental no los sienta, el universo entero se despliega ante él y se ofrece para ser visto como nunca antes. Las enormes dimensiones del telescopio y su suporte impedían que, en su formato original, fuera lanzado por ningún tipo de nave espacial existente. Es por ello que el diseño de todo el complejo se tuvo que realizar previendo que iba a ser plegado, como una especie de origami japonés, para luego, ya en el espacio, desplegarse y adoptar la forma y configuración prevista. Esto disparó los costes del proyecto, su complejidad y los riesgos. En Tierra, una vez que uno diseñaba algo que se pudiera doblar para que entrase en la cofia del cohete, era relativamente sencillo plegarlo y doblarlo, pero el proceso de despliegue se debía realizar fuera, en el espacio, sin asistencia alguna, de manera totalmente automatizada, paso a paso, y cada uno de esos pasos era un riesgo enorme. Si uno de ellos fallaba las posibilidades de que todo el sistema fuera incapaz de terminar su despliegue eran muy elevadas. Creo que eran cerca de cuatrocientos los procesos de despliegue que iban a tener lugar una vez efectuado el lanzamiento y puesto en su órbita inicial. El proceso mismo del lanzamiento era de un peligro extremo. Unido al riesgo que siempre se da al poner en marcha un cohete, que es una herramienta bastante bárbara una vez que está todo encendido, se unían las vibraciones y esfuerzos que el paquete, plegado, iba a soportar durante el tiempo de ascenso. Los satélites que se lanzan se testan en cámaras en tierra en las que, entre otras muchas pruebas se les somete a zarandeos y agitaciones bruscas para ver cómo responden a las múltiples fuerzas G que van a sufrir en el momento del despegue. De nada sirve que la tecnología de comunicación que en ellos se monta funcione en el hostil entorno espacial si alguna de las piezas se rompe cuando, a 7 u 8 G, la tensión estructural en la cofia, empuja a todo como si estuviera en el centrifugado de la lavadora. Pues bien, el pánico con el que los miles y miles de personas que han trabajado en el telescopio contemplaron el lanzamiento, a cargo de una Arianne de la ESA desde la Guayana y el posterior proceso de despliegue concluyó en alivio. Todo había salido bien.
Esta semana la NASA ha mostrado las primeras imágenes tomadas por el Webb, escenas que muestran campos de galaxias, nubes de polvo de las que pueden surgir nuevas estrellas y otra serie de fenómenos cósmicos. Pero, por encima de todo, el Webb nos ha mostrado belleza, pura belleza. Más allá de la ciencia que se va a poder desarrollar con las capacidades de este instrumento, algunas de ellas todavía en pruebas y ajustándose, lo que el Webb va a reafirmar, como lo hizo el Hubble en su momento, o el más modesto telescopio que uno puede echarse al ojo, es la inmensidad, en dimensión y belleza, de lo que nos rodea, del Universo que nos acoge como especie viva en uno de sus innumerables planetas. Además de mucha mucha ciencia, el Webb nos lleva, como no, al mundo de la filosofía. No me digan que no es fantástico.
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