martes, julio 26, 2022

Cuando el fuego acecha (para JAFA y DCM)

A medida que los incendios se reproducen como medusas en el ardiente mediterráneo, empieza a conocer uno a gente que se ve directamente afectada por ellos, y pone rostros y paisajes conocidos al miedo del fuego y el humo. Es la vía más rápida de sentir el dolor de unas catástrofes que se ven desde la comodidad del sofá y acongojan, pero en ningún momento se convierten ni en la más pequeña porción de la pesadilla que sufren los que, en la pantalla, son desalojados, ven sus casas y propiedades arder, luchan contra las llamas o contemplan cómo el paisaje que les ha acogido durante toda su vida desaparece en horas para ya no volver.

JAFA y su familia viven en Zamora, en el valle Valverde, en uno de esos pueblos enanos que apenas salen en los mapas donde, con suerte, un centenar de vecinos se juntan para pasar los fines de semana. La zona es, cómo va a costar escribir era, una especie de enorme coto de caza, de monte bajo, jaras y grupos de árboles, que se encrespan a medida que se acerca la sierra de la culebra, y se difuminan las lindes que separan España y Portugal: Territorio de lobos y de otras muchas especies. El primer gran incendio zamorano, el de hace un mes, arrasó gran parte de la mencionada sierra, y seguramente supuso un golpe devastador para la fauna local, y con ello la economía de los pueblos, que tiene en la mencionada caza y el entorno natural una de sus principales fuentes de ingresos. Al menos el territorio vital de JAFA no se vio afectado… entonces. En el gran incendio de Losacio de la semana pasada ya no hubo límites para las llamas y, sin quemarse los pueblos, el entorno ha sido arrasado. Campos de cultivo, frutales, huertos, monte bajo, encinares… apenas ha quedado nada, convertido todo en mero montón de cenizas sobre un paisaje arrasado, laminado. Presumía desde pequeño JAFA, y con razón, de la riqueza natural de su zona, casi virgen, poco poblada, abandonada por la economía y lo urbano, pero ahora de eso sólo queda el recuerdo, y los que allí habitan contemplan con enorme dolor cómo su mundo ha desaparecido. Muchos de los residentes son mayores, ya no verán surgir vegetación digna de tal nombre en esas estepas. DCM vive entre Elorrio y Madrid, pero gran parte de su familia es de Silos, por lo que la sombra del enhiesto ciprés siempre ha estado ligada a su vida y recuerdos. Se casó allí con MCD y pude estar en la ceremonia, en el interior de esa iglesia, y junto a los capiteles del claustro. El entorno de Santo Domingo de Silos está presidido por el valle del Arlanza, que lo condiciona todo, que ofrece tortuosos caminos, regueros de agua, sabinares y otros bosques entre cortados y paisajes que se hacen de montaña cerrada a medida que uno remonta el río y deja la tierra de campos de Lerma para encaminarse a Soria. Cuando el fin de semana el fuego se desató en Quintanilla del Coco, localidad muy cercana a Silos, el miedo se extendió por la zona aún más rápido que las llamas, alentadas por el traicionero viento, y las evacuaciones empezaron a generalizarse. La familia de DCM dejó Silos rumbo al polideportivo de Salas de los Infantes, en busca de una seguridad que su pueblo ya no estaba en condiciones de otorgarle. El miedo, esa sensación de que lo seguro que está bajo los pies y que nos sirve de apoyo se deshace, era palpable en los escritos que me mandaba DCM, que veía como tíos y otros familiares, de avanzada edad, eran obligados a dejar unas viviendas en las que han puesto todo su empeño, recursos y querencia a cambio de a saber qué. El propio monasterio era desalojado la tarde del domingo 24 en medio de una gran humareda y con las llamas acercándose a las viviendas más alejadas de la localidad. A medida que avanzaba el día de ayer el fuego empezó a ser controlado, la superficie afectada acotada y la sensación de catástrofe diluida, pero durante la noche del 24 todo llegó a ser posible, hasta la más horrible de las ideas. Y eso, para DCM y los suyos, ya siempre será certeza.

Algunas casas de Silos y de otras localidades han ardido, junto con enseres de labranza, depósitos y almacenes de paja. También se ha perdido maquinaria, pastos atesorados de cara a los duros inviernos de la zona y, desde luego, parte del enorme patrimonio forestal y natural de una zona que aúna belleza silvestre a la par que cultural. Es pronto para hacer un balance de daños, pero los habrá, y serios. Como en el caso de Zamora, si se dan las ayudas que son justas y necesarias, las pérdidas de infraestructura y de enseres de los allí residentes podrán ser paliadas, pero el daño a sus entornos, a su forma de vida, y a sus recuerdos no hay manera de que pueda ser compensado. Y el miedo, ese miedo atroz, siempre estará ya ahí. Eso es un incendio forestal.

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