Castillos de cartón fue el título de una de las primeras novelas de Almudena Grandes, de su etapa personal, por así llamarla, que se vendió muy bien, como todas las suyas. Debido a la mudanza de piso en la que me embarqué el jueves he acumulado suficiente cantidad de cartón como para construir no ya un castillo, sino una ciudadela a su alrededor, y con grandes fosos y fortificaciones de esas renacentistas, de formas estrelladas que se extienden mucho más allá de las murallas de las torres del homenaje medievales. Y en su interior, por el tamaño, podría cobijar guarniciones de soldados, víveres y enseres como para resistir asedios perpetuos, siempre que no llueva y el cartón se reblandezca, claro está.
Este fin de semana, de prácticamente encierro en el nuevo piso, me lo he pasado abriendo cajas, vaciando su contenido y comprobando que todo lo que debía ser transportado lo fue. He pasado de un cierto orden organizado en bloques de cartón, que se asemejan a sillares de obra predispuestos para elevarse unos contra otros, a pilas y torres de libros de aspecto informe, de desorden controlado pero alta inestabilidad, una especie de manhattans pegados a las paredes en los que la altura y el equilibrio permite que se puedan ir descargando las cajas pero que no las tienen todas consigo a medida que torres y torres se van solapando unas con otras. Como los rascacielos de la Avenida de las Américas de Nueva York, incesante secuencia de paralelepípedos que le deja a uno convertido en casi nada. No tenía mucha cosa en casa en lo que hace a efectos personales, y la ropa es algo a lo que no me dedico en exceso, por lo que su transporte y puesta en orden fue algo bastante rápido. Los enseres de cocina son un mundo desconocido para mi, y todo lo que tiene relación con vajilla, cubertería y cosas por el estilo no fue capaz de llenar una sola de las cajas de la mudanza. CDs de música hay bastantes, pero los empaqueté en cajas por mi cuenta antes de la mudanza para mantener el relativo orden que tenían, y en volumen no han ocupado excesivamente. Pero, ay, los libros, eso es otra cosa. Si algo he comprado estos años sin control ni medida han sido libros, y son los que me han traído por el camino de la amargura de la falta de espacio. Ellos fueron colonizando poco a poco cada esquina del pequeño piso, y sus accesorios inevitables, las estanterías, comenzaron a aparecer poco a poco, envolviendo paredes y achicando el espacio vital, ya de por sí comprometido desde un principio en una vivienda de 41 metros cuadrados. Poco a poco lo fui organizando todo en torno a los libros, y algunos recortes de periódicos que insertaba en ellos cuando se publicaban cosas que los nombraban, o entrevistas a sus autores. Organicé en la habitación pequeña la sección de ensayo, con tres excepciones de novelistas que tenía casi en su totalidad, y en la habitación principal la de novela, nacional y extranjera. Las Billys de esa marca de muebles escandinavos que a todos nos salvan la vida comenzaron a aparecer en casa, tras la compra de dos estantes baratos de un cercano centro comercial, que al par de años me demostraron por qué salían tan económicas. Las Billys son algo más caras, tampoco mucho, y ofrecen un rendimiento espectacular. Sólo tienen un problema, se llenan si el pirado de su dueño compra y compra ejemplares sin control. A medida que pasaron los años la acumulación se empezó a hacer inmanejable, veía que el piso no daba más de sí y por la noches me entraban sudores fríos sobre un posible hundimiento de la estructura y yo en las noticias como culpable de un desastre en la escalera. Había que tomar medidas drásticas, y poco antes de la pandemia me compré un trastero, a donde he llevado algo más de un tercio de toda mi biblioteca. Pero claro, las compras seguían, con el interludio de los tres meses de encierro. El problema iba a más.
Cambiarse de piso porque no entran los libros es un argumento que suena a bilbainismo del más chulesco, si cabe, pero es la justificación más precisa que puedo darles del porqué de este movimiento. También el hecho de que, en ciertos puntos, el piso pequeñito iba a necesitar, de manera ineludible, una inversión para reformar ciertos aspectos que ya eran inevitables, y que he ido retrasando por pereza, desidia y temor ante los efectos de las obras. La solución de venderlo y comprar uno más grande era la mejor para arreglar todos los problemas de golpe, aunque era la que más miedo me daba, pero lo cierto es que es la que finalmente ha sucedido, con una serie de carambolas que me han venido muy bien. Ahora el piso nuevo está lleno de torres de libros y cajas de cartón de embalaje. Sigue habiendo mucho trabajo para ordenarlo todo.
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