El caos político en el que nos hemos instalado tras la victoria del PP en las municipales del domingo 28 y la convocatoria de elecciones generales el lunes siguiente ha ocultado otras noticias de relevancia, y una de ellas es la muerte de Antonio Gala, acaecida en el domingo electoral del 28 de mayo, a los 92 años de edad. Retirado de la actualidad y vida pública desde hace bastante tiempo, Gala era un mito en varios sentidos, y sólo el ruido de la política ha evitado que su imagen encabezara portadas de periódicos en su marcha. Hasta en eso es cruel el afán de poder de quienes nos gobiernan, que todo lo acaparan.
Mal puedo hacer yo un semblante de Gala, al que poco leí en sus facetas más conocidas. Poesía y novela le encumbraron a una fama que hoy resulta difícil de imaginar, y apenas puedo decir que uno de sus libros pasó por mis manos. Sí le di al Gala articulista, que ocupaba columnas con regularidad y éxito, en las que opinaba de política pero, sobre todo, de estética. Era Gala u enamorado de la belleza, del arte, del buen gusto y de lo elevado. Su forma de hablar y su pose eran un regalo para caricaturistas e imitadores, y el personaje que se construyó lo hizo célebre en todo el país. Gente que nunca le había leído ni lo iba a hacer le reconocía al instante y el admiraba. Y es que Gala, al contrario que otros, no se escondió bajo una máscara de rencor o extravagancia, o uso la mala leche para aumentar su fama e ingresos. No. Gala se escondió en la figura del rapsoda, del poeta, del que trata de ver en todo lo que le rodea un atisbo de ese mundo onírico que Platón creía existente, y buscaba esa trascendencia. A veces podía caer en el ridículo o lo cursi, pero siempre con un estilo impecable que generaba admiración a la vez que cierta sensación de extrañeza. En un país rudo como el nuestro, en el que el griterío destaca por encima de todo y donde el que la suelta más gorda y más chillada se lleva la palma, Gala no gritaba nunca, no elevaba la voz para nada, no perdía las formas y se mantenía ajeno a polémicas de todo tipo. Su obsesión era la creación literaria, con un estilo propio que no ha dejado, creo, herederos. Sus obras se vendían como churros y eso le permitió alcanzar el estatus de estrella, pero nunca se lo creyó. Trabajaba muchísimo y todos los que con el compartieron carrera y trabajo destacan hasta qué punto era un profesional de lo suyo, buscando la perfección mediante horas y horas de esfuerzo. Parecía fácil lo que hacía, que le salía, y arte tenía, desde luego, pero bien regado con esfuerzo y trabajo incansable. Desde su vida en el sur, acogió a jóvenes creadores y siempre les prestó todo el apoyo que pudo, tanto personal como económico, intentando expandir su visión no hedonista, pero si onírica de la vida, regada de esencias y bellezas. Era un buscador de belleza incansables, en todas partes, en todo momento, y tuvo la mala suerte de vivir en una época en la que el feísmo triunfa, en la que el aprecio por la forma y la estética llega a lo superficial, pero no a lo profundo. Admirador absoluto del arte clásico, veía aquellas épocas y las posteriores nazaríes como momentos en los que se alcanzó un encuentro sublime entre arte figurativo y naturaleza. Esos patios cordobeses, esos jardines granadinos, esa escultura romana y griega… Gala ansiaba unir esas referencias y llevarlas a su tiempo. En sus textos el amor aparece constantemente, el romántico y el carnal, y la expresión “pasión turca” casi pasó a formar parte del día a día del lenguaje nacional para referirse a episodios subidos de tono. Aún hoy persiste, muestra de hasta qué punto consiguió un éxito comercial enorme que muchos envidiaban y, la mayoría, no entendía. Eso le hizo ser visto como menor entre algunos de los popes del mundo literario, que ayer hoy y siempre, viven en un conjunto de prejuicios de lo más absurdo.
En estos días en los que se celebra la feria del libro me vienen a la mente las imágenes de la tele en la que Gala estaba en la caseta, firmando, y las colas de lectores eran enormes. Eran sobre todo lectoras, lo que ponía aún más rabiosos a los críticos y popes a los que antes aludía, que le admiraban y querían muchísimo. Y él se dejaba, encantado de tener una corte de admiradoras que le trataban como un Dios. Con su aspecto de eterno dandy a lo Tom Wolfe o Truman Capote, de haber nacido en el mundo anglosajón sería tan famoso como ellos, aunque es cierto que, de haber nacido en ese entorno, quizás no sería el esteta que llegó a ser. Todo no se puede. Gala, el eterno, ya no está entre nosotros.
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