A medida que pasan los días sabemos más de lo que pudo suceder en la convulsa jornada rusa del sábado y lo que le precedió, pero a la vez crecen las dudas de a qué asistimos. Bueno, el qué realmente no, pero sí su dimensión y la organización que tenía. Parece claro que no vivimos el arrebato pasional de un Prigozhin harto, sino la puesta en escena de una operación planificada, de un órdago estudiado y lanzado con toda la intensidad posible para tratar de derribar al régimen de Putin de la única manera que eso es posible, por la fuerza, por el amedrentamiento. El golpe no triunfó, y la experiencia dice que en estos casos la piedad no abunda entre quienes, sabiéndose traicionados, aguantan en el poder.
Ayer medios norteamericanos deslizaban dos interesantes noticas. Una era que la intención del ataque de Prigozhin pasaba por secuestrar al ministro de defensa Shoigou y al Jefe de las fuerzas armadas, Gerasimov, que estaban en Rostov, la ciudad rusa cercana a la frontera con Ucrania desde donde se organizan los ataques y todo tipo de operaciones militares de la guerra. Al parecer los servicios de seguridad del estado, la FSB que es la que domina el Kremlin, llegó a enterarse y alertó a los dos altísimos cargos, que abandonaron Rostov apenas un par de días antes, el jueves. Eso pudo precipitar el asalto de Prigozhin al sábado, quizás ya a sabiendas de que no iba a lograr dos piezas de caza muy preciadas, a la vez salvoconductos para mantener su posición de fuerza pasase lo que pasase, y lanzó sus tropas con el riesgo de que la jugada le saliera mal. La otra información es que Prigozhin no actuaría sólo, sino que contaría con apoyos dentro del ejército regular ruso. Esto es un factor importante, y suele ser de lo más habitual en toda intentona golpista. Los sublevados saben que su éxito pasa porque el mayor número de fuerzas se unan a su bando o, en su defecto, les dejen hacer, sumando a la sorpresa de la acción la colaboración de los que, en el bando atacado, puedan prestar. Esa labor de búsqueda de colaboración interna, que tantas veces hemos visto en libros y películas que relatan golpes en naciones y dictaduras pasadas, es necesaria, pero muy peligrosa para el conspirador, porque en el proceso de búsqueda de fieles el secretismo de la operación se va diluyendo, y la probabilidad de que alguno de los contactados se vaya de la lengua y chive los planes al poder constituido crece. Esta es, de hecho, una de las principales fallas que suelen tener estos golpes, donde la sorpresa es, en ocasiones, la gran arma con la que cuentan. Durante las horas en las que la columna de Wagner avanzó desde Rostov hasta Moscú era evidente que no había un movimiento militar en Rusia de entidad equivalente y opuesta para detenerla. Las escenas de excavadoras abriendo zanjas en autovías para impedir el paso de los blindados rebeldes era patética, y el derribo de algunos aviones por parte de los sublevados dejaba en evidencia a la fuerza militar rusa pro Putin, llamémosla así. ¿Hasta dónde llegaba la implicación de los generales del ejército regular en la asonada? Es una pregunta complicada, difícil de averiguar. Por de pronto, ayer por la tarde noche se supo que Surovikin, uno de los más laureados y brillantes, ejecutor de las operaciones en Siria y reformador del ataque ruso en Ucrania tras el desplome del frente del otoño pasado, había sido arrestado por, presuntamente, haber apoyado la revuelta Wagner. Surovikin es un hombre grande, gordo, pelón, blanquecino, con cara de muy pocos amigos, como todos estos rusos. El hombre da miedo, y conociendo su historial, mucho más. En la tarde del sábado apareció en una habitación desnuda, con traje de militar, con pinta de no haber dormido en un par de meses, en una postura forzada, sentado y con la mano derecha constantemente encima de su arma, sita en el lado derecho del pantalón, enviando un mensaje a las tropas rebeldes obligándoles a que se dieran la vuelta. La escena parecía propia de la declaración de un secuestrado que es forzado a emitir un comunicado por sus captores. Quizás era eso, precisamente, lo que vimos.
Si Surovikin estaba en el complot, o sabía de él y no lo detuvo, o lo apoyó de alguna manera, es algo que ahora mismo entra en el terreno de la especulación, y que puede que nunca lleguemos a saber porque no sería extraño que no volvamos a verlo, al menos vivo. Putin, que ha salido debilitado de todo esto, necesita cortar cabezas para hacer limpia en su entorno y mostrarse como el tipo duro que gana el envite. Y en Rusia, cuando se habla de cortar cabezas, se cortan literalmente. Y, lo que es peor, Putin necesita matar ucranianos de la manera más cruel y perversa posible para mostrar que la guerra, su guerra, avanza. Ayer asesinó a varios civiles en un café en Kramatorsk. El mafioso en jefe está ávido de sangre para saciar su ira tras saberse traicionado.
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