Durante bastantes años a Berlusconi se le unía el término “cavaliero” para otorgarle prestigio y relevancia, aunque a muchos nos parecía al escucharlo que estábamos ante el oxímoron perfecto. No había nadie famoso que estuviera más lejos de la imagen asociada a la caballerosidad que el rijoso político italiano, que a la mínima desviaba sus ojos para centrarlos en culos y tetas que estuvieran a su alcance, con unas formas en brazos y gestos que eran una mera extensión de lo que el traje no dejaba ver, pero la entrepierna ordenaba cumplir. El eterno salido de la política italiana nunca dejó de estar orgulloso de serlo. De caballero, muy poco, la verdad.
Berlusconi, que ha fallecido a los 86 años de forma repentina, es la Italia política de las últimas dos décadas y la sociológicas de mucho más. Magnate, con una fortuna de origen inicial desconocido, listísimo para los negocios, ávido de éxito y sagaz para detectar lo que funciona y lo que no, creo la telebasura en su máxima dimensión y logró exportarla a otras naciones, convirtiendo el 5 de su mosca televisiva corporativa en el logo bajo el que se emitían las mayores bazofias que se han visto en la pequeña pantalla desde que existe. Bazofias de enorme rentabilidad, que le llevaron a convertirse en uno de los hombres más poderosos y ricos de Italia. Muy buen conocedor de lo que gusta y lo que no, se hizo con uno de los equipos de fútbol de su ciudad y lo llevó a la cima de las competiciones europeas, en una sinergia de escándalos, tetas y balones que era imparable. La máquina Berlusconi facturaba a lo loco sabiendo perfectamente cómo estimular a su público y sacarle el mayor rédito posible. En su vida privada Silvio era como los programas que emitía, un sinvergüenza de cuidado que no dudaba en dejar a un amor por otro, siempre que la edad de ambas fuera cada vez menor, y que en sus villas daba rienda suelta a una forma de erotismo chabacano, soez y, seguramente, patético. Como el jefe de la fiesta, su alma de hombre del espectáculo quedaba cubierta por el peloteo de los que de él dependían, que le cubrían las espaldas e incluso aplaudían cuando, en medio de algunas despelotadas, cantaba canciones napolitanas. La escena es digna de un Nerón con la lira en los estertores de la dinastía Julia Claudia. Quizás por eso la política era el paso obvio de un hombre que se veía providencial. El desmoronamiento de los partidos de la Italia de postguerra, podridos por la corrupción y las guerras sucias, dejó la puerta abierta a que alguien con olfato, morro y dinero pudiera aparecer como el providencial salvador de la patria. Y Berlusconi reunía todos esos requisitos. Sus campañas electorales eran una extensión de su televisión, de su vida privada, con una constante generación de espectáculo, muy bien pensado y diseñado, a mayor gloria del hombre hecho a sí mismo que es la salvación de una economía y sociedad en ruinas. Como el emperador romano que reparte grano en la plebe para tenerla contenta y garantizarse su apoyo, Silvio logró el chollo soñado por todos los políticos de tener en propiedad los canales de televisión privados y, al acceder al gobierno, los públicos, por lo que todos estaban a su servicio. Es Berlusconi el inventor del populismo moderno, de esa mezcla de promesas falsas, peloteo al electorado, mensajes chabacanos y simples, y propaganda sin freno, que luego ha sido la escuela de alumnos tan aventajados como Trump, Iglesias, Abascal, Salvini, Orban, Bolsonaro y un largo etcétera. De hecho, el estilo Berlusconi ha logrado impregnar a casi todos los políticos de occidente, y así como el estilo “sálvame” ha contaminado a todo espacio de debate televisivo, las formas berlusconianas se dan en formaciones clásicas de la política europea, aparentemente alejadas del personaje, al que repudiaban en público pero, en privado, envidiaban sin cesar.
Acusado de un montón de delitos, apenas condenado por algunos de ellos, sigue ostentando la marca de ser el primer ministro que más tiempo ha estado al frente de un gobierno italiano desde el final de la II Guerra Mundial. Amante de sujetos autoritarios, sus relaciones con Putin y otros dictadores eran excelentes, y ayer del Kremlin partieron los elogios más sentidos hacia su figura. Probablemente, desde su piso de Berlín, Ángela Merkel no le eche mucho de menos. Se ha ido un maestro de la escena, un genio del espectáculo, un salido profesional, un personaje que, obseso por sí mismo, vivía desde hace años bajo su propia máscara mortuoria, fruto de aberrantes operaciones estéticas que le habían convertido en una parodia. Berlusconi ha muerto.
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