Esta semana el secretario de Estado de EEUU, Anthony Blinken, ha estado de visita en Beijing, tratando de establecer un mínimo de relaciones entre las dos grandes potencias. Este viaje estaba previsto desde hace varios meses, pero la crisis de los globos espías y la participación china en ellos forzó a que EEUU la suspendiera sin fecha: Pasado el calentón de ese momento, el viaje se ha retomado y Blinken ha mantenido conversaciones con su homólogo chino y también con Xi Jinping, el líder del país. Más allá de las declaraciones convencionales y huecas, poco se sabe de si el viaje ha servido para algo o no. Sería deseable que sí, más nos vale.
No es exactamente una segunda guerra fría lo que vivimos, pero sí una nueva situación de bipolaridad entre dos potencias globales con capacidad de influencia universal. EEUU sigue rigiendo el mundo a través de sus políticas, su economía, su moneda y su manera de ver la vida, y claro, su potencial militar. China es el segundo país en PIB del mundo, el segundo en población, el mayor exportador global y el mayor inversor en un conjunto enorme de naciones que se están uniendo, por interés, presión o deseo, a la manera china de ver la vida. No estamos ante una rivalidad militar, como la que se vivió entre EEUU y la URSS, ni siquiera ante una lucha de destinos, porque desde Beijing no se realiza un proselitismo de su visión política, cosa que sí hacía la URSS. Tampoco estamos ante un enfrentamiento entre un gigante económico en occidente y un paria que se empobrecía sin cesar, como eral el mundo soviético, sino ante el choque de dos potencias económicas que tienen fuerzas y debilidades, pero que son capaces de dinamizar la economía global, que compiten por sectores de tecnología punta y que han dejado al resto de naciones, pensemos en nuestra UE, en una segunda fila, sacándolas mucha distancia. Militarmente hay una competencia entre los dos países, de momento muy descentrada a favor del imbatible ejército norteamericano, pero el ejército chino está mejorando sus capacidades a pasos agigantados y, lo que es más importante, sus posibilidades de actuar en el entorno cercano al país. Sí, Taiwán está en el ojo de todos, y más que en una guerra global entre los dos monstruos, fantasma que atenazó la existencia del planeta durante toda la segunda mitad del siglo XX, la tensión militar entre ambos se polariza en un punto mucho más cercano a China que a cualquier otra parte. Hay quienes se apuntan a la teoría de que una invasión de Taiwán sí puede ser el casus belli de suficiente entidad que desencadene una guerra directa entre las dos potencias, mientras que otros creen que no. En todo caso, la tensión en torno a esa isla, las sanciones comerciales referidas al acceso a tecnologías punteras por parte de EEUU a la industria tecnológica china, los casos de espionaje que día sí y día también se hacen públicos y que involucran a empresas chinas, las declaraciones de ambos mandatarios que aumentan la virulencia, como las de ayer de Biden (ciertas, pero no apropiadas en este momento)… la lista de agravios mutuos entre Washington y Beijing crece sin cesar, sin que los vínculos económicos que atan a ambas naciones se desenreden y la dependencia mutua de los mercados globales impida una desconexión total. No son pocos los que la desean, pero los costes serían enormes y, otra vez, pensemos en la UE, terceras naciones verían como sus economías sufrirían notablemente en un mundo de mercados separados, parcelados. La economía de la URSS era enana y aportaba muy poco al mundo global. China es un monstruo económico del que no se puede prescindir aunque se quiera.
De alguna manera, ambas naciones tienen que poder construir lo que se llama un “teléfono rojo”, un canal de comunicación fiable, seguro, estable y que les permita evitar malentendidos y accidentes que puedan llevar a situaciones peligrosas. Rusos y norteamericanos se mataban, directamente o mediante partes interpuestas, en las guerras locales de la guerra fría, pero ese canal siempre existió (ni era exactamente un teléfono ni era rojo) y se pudieron evitar males irreparables. Crear ese canal es condición necesaria para que la mala relación entre las dos potencias, que no se va a reconducir dada la rivalidad existente, se mantenga dentro de unos mínimos cauces de diplomacia y prudencia. Esperemos que detrás del ruido diario alguien esté trabajando para hacer posible ese canal. Más nos vale a todos.
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