Desde el Covid cogí la costumbre de llamar a mi madre casi todas las tardes para ver qué tal estaba, y tras el paso de la pandemia, la he mantenido, casi más como una rutina que como una utilidad. Le comento que el día ha transcurrido sin sobresaltos y que todo está normal por aquí, sin entrar en detalles sobre si el día ha sido cuesta arriba o no, que varios lo son. No es cuestión de contarle penas que no le atañen. La llamada también sirve para desvincular el sonido del teléfono de las malas noticias, de los sustos. Será inevitable que, algún día, por ese cable corran malas noticias, no se en qué sentido, pero sucederá. Pero por ahora, cuando suena, ella está tranquila.
Si tienes hijos pequeños en el cole y te llaman, malo. O han hecho algo que no debían o se han puesto pachuchos y la preocupación de los padres se solapa con la necesidad de deshacer la logística y los planes previstos y sustituirlos, a toda prisa, por unos improvisados. A veces los niños son tan pequeños que aún no están en el cole, son bebés indefensos, que yacen en cunas o cochecitos, seres totalmente dependientes que necesitan cuidado, arrobo y cariño a raudales para hacer lo que sea que necesiten. Y si por ellos te llaman el nerviosismo de los padres puede empezar a alcanzar cotas que yo jamás llegaré a comprender. Ayer, en Annecy, una pequeña localidad de enorme belleza, a los pies de los Alpes franceses, un entorno tan rico en paisajes como en renta disponible, varios padres y madres fueron llamados de urgencia a primeras horas de la mañana porque había sucedido algo horrible. Puede que algunos de ellos fueran testigos de un hecho que nunca olvidarán, y otros se enterasen por teléfonos que les sobresaltaron en reuniones, viajes, encuentros de trabajo, recados o vaya usted a saber qué. Desde que cogieron esa llamada y oyeron las primeras palabras sus vidas cambiaron para siempre, y ante ellos el paisaje montañoso que es familiar, de toda la vida, se tornó en derrumbe, avalancha que los sepultó sin darles la más mínima opción de respuesta. Es muy difícil, debe serlo, asumir que una fatalidad, un accidente, un absurdo, se abate sobre uno de tus hijos, sobre un indefenso bebé que nada sabe, pero todo eso se queda convertido en nada cuando es el mal el que entra en tu vida y trata de arrebatarte a los tuyos. En el ataque de ayer, del que se saben pocos detalles, todo es tan absurdo y horrendo como uno sea capaz de imaginar en una de esas truculentas novelas que tanto éxito tienen ahora, pero no estamos ante un relato compuesto por una mente que es leída por otra en la seguridad del lugar en el que posa sus ojos, con el temor creciente ante el desarrollo de los párrafos, pero con la certeza de estar ante una ficción. No, lo de ayer no tiene nada de ficción, es un hecho horrendo, inexplicable, inabarcable, que tiene ahora mismo entre la vida y la muerte a un adulto y cuatro bebés, acuchillados por un sujeto que era inmigrante de origen sirio, que llegó a Francia hace poco proveniente de Suecia, donde había estado un tiempo, y que, al parecer, lanzó gritos pro cristianos mientras, cuchillo en mano, atacaba en un parque idílico en el pueblo francés a las personas y, sobre todo, a los bebés que, en sus carritos, allí se encontraban. No hay no ya justificación, sino mero sentido en un acto similar. La excusa de la locura enmascara actos similares en los que la sinrazón domina y el hombre se convierte no ya en un peligro, sino en una perversión de la realidad ante la que no hay muchas respuestas posibles. Tendrán que ser los psicólogos y expertos en la materia los que traten de explicar la causa de este tipo de conductas, la imposibilidad de preverlas y la vía para que las familias de los atacados sean capaces de encontrar algún asidero donde agarrarse, algo que cubra el inmenso “por qué” que ahora existe en su interior y que no dejará de crecer nunca, nunca.
Tras una noticia como esta no hay mucho que razonar ni que decir, sólo lamento y pena. Los que no somos padres lo vemos con angustia, con sensación de absurdo que nada cubre. Los que ayer, con niños pequeños, con bebés, llegarían a casa, abrazarían a sus retoños con el mismo cariño de ayer, pero si llegaron a enterarse de la noticia quizás lo hicieron con más intensidad, con mayor nerviosismo, con el cerebro intranquilo, recordándoles que las posibilidades de que a ellos les suceda algo así son prácticamente nulas, pero no cero. Hoy el temor a la llamada por si algo ha pasado a sus hijos sigue en la mente de padres y madres, en todo el mundo, allí donde quienes los tienen saben que los hijos que llegan son para siempre.
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