Ayer por la noche La2 de TVE echó “El hombre que mató a Liberty Valance” excelente película de John Ford, una de las mejores de la historia. El western que cierra la etapa clásica del género, que la abrió el mismo director con “La Diligencia”. Es una obra cumbre en la que la acción está mezclada con profundas reflexiones sobre la política, la ley, la violencia, la educación y todo lo que hace que las sociedades avancen o se hundan en el salvajismo. El reparto, sobresaliente, es capaz de transmitir el miedo que domina a los personajes, el amor que les corroe... emociones con una puesta en escena sobria que atrapa al espectador. Es una obra digna de Shakespeare.
Bien, no quiero hablarles de la película, ni de delincuentes que se ponen a escribir leyes, como los que ahora mismo nos gobiernan, sino del mero hecho de si saben ustedes de qué película les hablo. Ayer, en la oficina, al ver en la web que esa noche se iba a emitir esa cinta lo comenté en alto, y descubrí que en mi entorno la mayor parte de los que me rodeaban no sabía de qué estaba hablando. Afortunadamente hemos tenido incorporaciones en el trabajo para cubrir jubilaciones que llevaban tiempo sin ser reemplazadas, y un grupo de tres personas, de los veinte muchos a los treinta y pocos, han venido a suplirlas. Son buena gente, con carácter suave y ganas de trabajar. De ellos, dos, las más jóvenes, que no alcanzan los treinta años, no tenían ni idea de qué película les estaba hablando, ni sabían quién era John Wayne o James Stewart, los dos principales protagonistas. Ampliando algo más el foco vi que otro de mis compañeros, y un excelente amigo, de cuarenta y pocos años, tenía nociones sobre Wayne, pero de esa película no le sonaba nada, salvo que suponía que sería vieja y en blanco y negro. A la hora de la comida, que por causas diversas ha hecho que se acabe convirtiendo en una reunión en la que abunda gente de edad algo superior a la mía, y bastante más graduación profesional (yo soy el de menor rango de mi trabajo) probé a sacar el tema para ver cuántos conocían la película en cuestión, y el resultado fue relevante. Pocos. En este caso se trata de un clásico absoluto del cine, de una de las cintas más reverenciadas por la crítica de todos los tiempos y una obra de temas universales que no ha envejecido en lo más mínimo, pero para ciertas generaciones es algo que, en la práctica, no existe. Uno podría encontrarse con una situación así ante obras de cine algo más complejas, destinadas desde un momento a no ser un producto de gran consumo, pero la filmografía de John Ford buscaba tanto la grandeza en la obra como la comercialización, el éxito, y lo tuvo a raudales. A lo largo de la tarde, haciendo cosas en la oficina, no dejaba de fondo de darle vueltas al tema, y sacando recuerdos y sensaciones de estos últimos años, y de testimonios de amigos de edad menor a la mía, iba llegando a la conclusión de que la época dorada del cine hace tiempo que se acabó, entendiendo por dorada no la de sus mejores creaciones (en esto también hay mucha discusión) sino como aquella en la que el cine era la industria cultural que marcaba tendencias, que ofrecía los productos que había que ver, que era consumida en masa por una población con recursos económicos y ocio. En el verano de 2023 dos películas han resucitado la taquilla global, Oppenheimer y Barbie, pero se han convertido en excepciones en un negocio que lleva años declinando frente a otras alternativas de ocio como la televisión y su burbuja de series o, sobre todo, la infinidad de contenidos que están al alcance del móvil, que en algunos casos también son películas, pero sobre todo son otras cosas. El consumo de cine es menos relevante de lo que lo era antaño, las salas cierran por doquier por motivos de demanda y de cambio tecnológico, y la relevancia de los estrenos va bajando poco a poco. El grueso del negocio del entretenimiento ya no está allí, la industria de las películas está ya en su fase decadente.
¿Quiere decir eso que el cine se ha acabado? No, como no se han terminado otras artes como el teatro o la ópera o los conciertos de música clásica, que siguen existiendo, y tienen su público, pero son secundarios en el mercado del entretenimiento. Probablemente nunca se consuma tanto cine como se hizo en el siglo XX, y Hollywood no vuelva a ser lo que era, ni financiera ni como anhelo, pero aun así el valor de todo lo que esa industria ha creado es enorme, y ahora la tecnología permite que alguien, con muy pocos recursos, pueda ver esas obras desde su casa cuando quiera, sin someterse a la rigidez de horarios o desplazamientos a salas que puedan estar muy lejos de su localidad. ¿Quién habrá que, habiendo visto la peli de John Ford, no le haya gustado? Esa debiera ser la pregunta relevante
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