Volvamos por un momento a la película de ayer. El tema principal de la misma no es tanto el duelo entre pistoleros y la historia de amor como la llegada de la ley al oeste, al salvaje oeste. El abogado que encarna James Stewart es la primera señal de orden, de estado de derecho, que arriba a un mundo donde el poder se expresa a tiros y el más rápido es el que manda. En una situación de desamparo Balance representa la ley del más fuerte y Doniphon, el amigo del abogado, es el contrapeso, pero con el mismo tipo de herramientas. Si el miedo que provoca es superior al de Valance, logrará que éste huya, pero no hay norma, juicio y juez alguno.
Cuando la película comienza, años después de los hechos principales, el pueblo es una localidad normal en la que las instituciones del estado ya se han asentado, el ferrocarril lo comunica con otros pueblos y la sociedad se desarrolla de manera estable y convencional. Habrá delitos y problemas, siempre los hay, pero ya dentro de un marco ordenado. El oeste, como concepto, empieza a ser leyenda, y como tal se cuenta e imprime, como señala uno de los periodistas al final en una certera descripción de lo que, muchas veces es ese oficio. La ley ha mandado a los hombres fuertes al desván de la historia, y el miedo que producían ya no es ni recuerdo. Y es que la ley, el estado de derecho, es lo que permite a los débiles, a los pobres, sobrevivir en un mundo arbitrario en el que unos serán siempre más fuertes que otros, poseerán menos escrúpulos y estarán tentados a ejercer su influencia por las vías que sus manos, terminadas en armas, les señalan. Sólo la ley y el monopolio de la violencia por parte del estado establecen las bases para que una sociedad se pueda estructurar y, no ya prosperar, que también, sino mínimamente ser definida como tal. Si la ley está escrita desde la arbitrariedad y el poder se ejerce de manera monopolística por una minoría que ejerce la fuerza estamos ante lo que se denomina dictadura, y entonces los derechos de los ciudadanos, el respeto a las minorías y demás cosas que consideramos básicas en toda sociedad libre desaparecen. Por eso la democracia, la separación de poderes, la justicia independiente y esas cosas que a veces recitamos sin darnos cuenta de su importancia son instituciones tan valiosas y, a la vez, frágiles. Vivimos en un país y en un entorno en el que se tratan con cuidado, se defienden, porque se sabe hasta qué punto el infierno se puede desatar si se derrumban, pero otras naciones no tienen la suerte que tenemos nosotros, y eso provoca que muchas de las personas que en ellas viven no tengan otra opción que huir, que escapar de una situación en la que las alternativas que tienen pasan por la miseria y el sometimiento a un poder injusto. La libertad, los derechos civiles y el estado de derecho son un poco como el aire que respiramos, al que no damos valor porque está ahí, no se nota y, simplemente, se respira, pero si nos falta un par de minutos la sensación de ahogo es completa y el riesgo vital se dispara. Los enemigos de la democracia también están entre nosotros, respirando ese mismo aire, el físico y el derivado de la ley que a todos nos ampara. Ejercen poder y toman decisiones para alterar el sentido de las normas y la estructura de los estados con el único fin de que ellos, los suyos, sean los únicos que tengan derechos, mientras que los otros, todos los demás, queden sometidos a su merced. A veces lo hacen de manera directa, eliminando a sus oponentes, matándolos, sembrando el terror, como pasó con ETA y otras bandas terroristas que actuaron en Europa en su momento, o con las tácticas islamistas de DAESH, pero en tiempos presentes se da más una forma sibilina de destrucción de las instituciones que es desde dentro, consiguiendo su control y, como termitas, deshaciéndolas para dejar las convertidas en carcasas inútiles, o en mero trampantojo. Trump en EEUU, Orban en Hungría, muchos de los presidentes latinoamericanos habidos y presentes… sus acciones son igualmente graves y lesivas para el derecho y las sociedades en las que actúan, pero se esconden tras procedimientos aparentemente democráticos. Sueñan con dar un golpe de estado, pero están aprendiendo a hacerlo sin necesidad de sacar tanques a la calle.
En 2017 Carles Puigdemont y sus secuaces, al frente de la Generalitat de Cataluña, institución legal perteneciente al entramado estatal que configura la nación española, dio un golpe de estado interno con el objeto de finiquitar el estado de derecho en una parte del país e imponer un régimen en el que él y los suyos se atribuyeran de todo el poder. Fracasado, huyó, y desde su mansión belga ha redactado una ley infame mediante la que busca absolverse de las culpas de sus presuntos y extensos delitos, ejerciendo para ello un chantaje mafioso de lo más burdo al gobierno más débil y carente de escrúpulos de nuestra historia moderna. Ayer su intento de convertir el privilegio en injusta ley fracasó en el Congreso. Ojalá nunca llegue a consumarse semejante ignominia.
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