Poco después de las cuatro de la mañana de hoy ha empezado a llover en Madrid con intensidad, de manera racheada, con ráfagas de viento intermitentes que aumentaban la intensidad del ruido que se percibía desde casa. Las primeras gotas no se hacen notar demasiado, pero una vez que lleva un rato cayendo las tejas, balcones, voladizos exteriores, cajas de aire acondicionado y todo lo que uno piense que pueda estar saliente gotea y hace ruidos, las gotas se arrojan sobre todos los objetos posibles y una sinfonía desordenada de ruidos empieza a llenarlo todo. A veces, como hoy, con el bajo continuo de los golpes de viento.
Lo habitual es que a eso de las cinco de la mañana esté despierto en la cama, esperando a que suene el despertador a la hora habitual y hago tiempo bajo las mantas sin pensar en casi nada, o al menos intentándolo. Cuando fuera no sucede nada esa espera se hace más tediosa, pero en noches ruidosas como esta estar ahí en el refugio se vuelve hasta placentero. Uno se arrejunta consigo mismo y se hace consciente de hasta qué punto la casa le protege del exterior. Ahí fuera llueve, hace frío, el viento sopla, la incomodidad es constante, pero en el espacio intrauterino artificial en el que uno convierte su habitación la sensación de confort, sea la que sea, se vuelve infinita. Tienes la impresión de que nada de lo que puedan suceder más allá de la persiana te afecta, ni lo meteorológico ni lo social. No hay gobiernos infames que se rindan ante sediciosos golpistas, la guerra del este de Europa está a una distancia inabarcable, la inflación también duerme de noche y los precios están quietos mientras los humanos que los fijan no son capaces de cambiarlos, no hay un señor loco con aspecto naranjil camino de volver a presidir el país más poderoso del mundo… y sobre todo, uno no se moja con la lluvia que golpea la persiana. A veces, como hoy, me levanto alguna vez y subo ligeramente la persiana, abro la ventana y saco la cabeza para comprobar que lo de ahí fuera sigue siendo desagradable. Dado el mal diseño de las casas en Madrid, carentes de alero en su mayoría, eso se suele traducir en que me mojo ligeramente la cabeza, pero esa sensación, molesta si uno está medio dormido, apenas me afecta, ya desvelado por completo, y entonces me reafirmo en la seguridad del entorno, vuelvo a bajar la persiana y cierro la ventana. Me encamino a la cama y readopto una posición fetal de cómoda seguridad, solo en la cama, con la idea de que aún queda bastante para que suene el despertador y el tiempo de lujo a resguardo se prolongará lo suficiente. ¿Hay un disfrute en ese momento? No voy a negar que un poco sí. Estas noches son muy distintas a las de verano, las tórridas que sólo se entienden cuando uno vive en Madrid, en las que se está encima de la cama tirado sin nada, también a la espera, pero sin esa sensación de refugio, porque el exterior, en esas horas de la madrugada, es cuando ofrece algo de cobijo, alcanzando su mínima. En esas noches la estancia sobre la cama, no en ella, se vuelve más desagradable, uno debe tratar de moverse lo menos posible para mantener el confort. Por el contrario, en las de invierno, la movilidad está permitida bajo las mantas, a veces resulta incluso agradecida para desentumecerse. Hay un cierto deseo infantil en anhelar que la situación se prolongue sin límite, que no acabe, que las horas se extienda. Algo parecido a lo que desean los que duermen sin problemas y buscan que su sueño no cese. Para los que dormimos mal, la sensación es consciente, de deseo no realizado, pero sí sentido, para nada soñado.
Suena el despertador y me levanto, a la misma hora que el resto de días de la semana, y realizo la rutina habitual ejecutando una especie de algoritmo que tiene todos los pasos estructurados, mientras que el ruido de la lluvia y el viento sigue golpeando ahí fuera. Cada vez quedan menos minutos para que fuera deje de tener sentido como concepto, y a la hora prevista, cierro la puerta de casa y llamo al ascensor, sabiendo que en apenas un minutito el refugio quedará atrás, el paraguas hará de casa y la lluvia y el viento serán quienes me den los buenos días al salir del portal, rumbo a la oficina, para otro día más, en el que veré llover desde ella.
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