viernes, enero 19, 2007

Casi una profecía

Hablaba ayer del benigno invierno que estamos teniendo, de temperaturas suaves y ausencia de todo tipo de precipitaciones, y como para llevarme la contraria, una fortísima borrasca barrió por la tarde la fachada atlántica europea y dejo destrozos varios en Inglaterra, Francia, Alemania y Países bajos, amen de un elevado balance de muertos, que a esta hora supera ya la cifra de 20. Las imágenes de árboles caídos, coches volcados, tejados y objetos volando y retrasos en las estaciones de tren y en los aeropuertos se repiten por todas partes, en una Europa nada acostumbrada a tempestades de esta magnitud.

Y es que es importante destacar que esto no es más que una fuerte tempestad, o borrasca profunda. No es un huracán, no tienen nada que ver con un huracán, pese a que le hayan puesto nombre propio, concretamente “Kyrill”, cosa que contribuye a aumentar la confusión, así como el hecho de utilizar la expresión “vientos huracanados” por parte de todo el mundo cuando se levanta algo más que una brisa. Los únicos huracanes que han azotado Europa, concretamente España, han sido restos de los desarrollados en el Caribe, único lugar de nuestras cercanías donde puede surgir un fenómeno así. El “Gordon” del otoño pasado, la tormenta Delta que golpeó Canarias en 2005 o el Hortensia, del que no me acuerdo, pero que en 1984 armó bastante ruido. Sin ponerle nombres ni alharacas varias, los gallegos, y en general los habitantes de la cornisa cantábrica, saben bastante bien lo que es un temporal e viento fuerte, que al mar se vuelva una furia y que los pinos y los eucaliptos se doblen como si fuesen de papel en el que se van a convertir. Mi experiencia la respecto es escasa, no lo niego. Sólo algunos temporales de viento sur que son típicos del otoño en Vizcaya, aunque estos últimos años su duración llega hasta el invierno mismo. Me gusta mirar por la ventana y ver como el viento, fuerte y recio, se lleva hojas, ramas y cosas sueltas que encuentra por ahí, quizás debido a la fortuna de que en mi piso de Elorrio puedo disfrutar de vistas, al no tener nada edificado delante, y puedo disfrutar de los pinares oscilando y los rizos de polvo que levanta el vendaval.

Pero no he vivido nunca un huracán. Un gran amigo mío tuvo la fortuna, o desgracia, según se mire, de soportar el
huracán “Andrew” en Florida, en el año 1992, en lo que el describe como una de las experiencias más impactantes y aterradoras de su vida, con la familia que el acogía en el verano de estudio de inglés y él arracimados bajo la mesa del comedor mientras un ruido espantoso lo llenaba todo. Al terminar salió a al acalle y me dijo que su sensación era similar a al de haber sobrevivido a una guerra, porque mirara donde mirase la destrucción era total, con barrios enteros arrasados. Fue el más destructivo hasta la llegada del infausto “Katrina”. Por eso a mi amigo, cuando le hablan de vientos huracanados en Europa, sonríe, quizás porque recuerde lo que la palabra huracán significa de verdad. Que nunca lo veamos en nuestras casas.

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