Ayer se produjo una extraña huelga de pantallas y proyectores caídos. Una gran mayoría de las salas españolas, más del 90%, cerró en protesta por el anteproyecto de la nueva ley del cine. Es cierto que el Lunes no es el día de mayor consumo de palomitas de la semana, sobre todo tras el teórico atracón del Domingo, pero ayer era imposible pasar la tarde en una sala oscura, viendo una proyección, sólo o en compañía. Lo más interesante del asunto es que a lo mejor no hubo tanta gente que echó en falta las salas como si esto hubiese sucedido hace algunos años, y aquí está la madre del problema del cine, creo.
No quiero ser agorero, pero me da al sensación de que, como ya le ocurrió a la música hace unos años, el negocio del cine se encuentra en una senda descendente, que si nada lo remedia, puede acabar convirtiéndolo en algo no residual, pero sí mucho menos importante de lo que ha sido durante todo el siglo XX, y en parte el gran culpable va a ser la causa misma de su origen. El adelanto tecnológico. Sí, sí, el cine fue una revolución tecnológica que golpeó con fuerza en su llegada y dejó gravemente herida a la ópera y el teatro. Hoy en día es la tecnología la que, en su imparable crecimiento, hace que desde casa, gracias a Internet, podamos bajarnos cuantas películas deseemos, y verlas a nuestra gusto en un os equipos de imagen y sonido insultantemente buenos. A ello hay que sumarle el precio de las entradas (en Madrid no baja de 6,50 euros, y sin palomita alguna) y, tampoco vamos a negarlo, la mediocre calidad de las cintas que se exhiben de unos años a esta parte. Algunos estrenos veraniegos concitan la atención masiva del público y acaban salvando la temporada, pero las recaudaciones y asistencias a salas no dejan de hacer desde hace años. A todo esto hay que sumarle la competencia de fuentes de ocio alternativas, como es el caso de los videojuegos, cuya facturación ya supera ampliamente a la del negocio cinematográfico. En fin, un panorama complicado, y para rematarlo aparece el gobierno de España y saca un proyecto de ley que, principalmente, mete la mano en el ojo de los exhibidores y distribuidores, obligando, por ejemplo, a programar una cuota de pantalla de películas europeas o españolas, en su mayor parte de nula calidad, que son distribuidas de manera obligada por el gobierno, y en parte subvencionadas por el mismo, cerrándose así un círculo vicioso de subvención, amortización y creación de una élite sostenida con el dinero público, que es el de todos. Mala idea la de esta ley, la verdad.
Porque, en el fondo, las películas españolas que buscan audiencia o son buenas no necesitan de ley alguna. ¿Almodóvar, Santiago Segura o Amenábar necesitan cuotas obligatorias? No, la gente va a verles, y el resto de productores y gentes del negocio debieran aprender de ellos. Normas así sólo benefician a entes parasitarios como la SGAE, una especie de lobby organizado para recibir dinero por parte de todo el mundo sin hacer nada para obtenerlo, y la verdad es que no le va nada mal el negocio, duplicando sus ingresos de año en año. ¿En serio que alguien cree que defendiendo a entidades semejantes se protege a la cultura? Muchos desearán piratear películas y música viendo lo que hacen y dicen grupos de presión como la SGAE, y no me extraña.
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