Quizá por hacer realidad esa expresión de “Paris la Nuit” hace algunos años se creo en la capital francesa la iniciativa de la noche en blanco, una noche al año llena de actividades culturales, museos abiertos y calles cortadas que permitan al ciudadano reencontrarse con sus espacios culturales, a veces olvidados y otras ocultos por el tráfico, el ruido y el ajetreo de la vida diaria. La iniciativa cuajó en Europa y este sábado se ha celebrado la quinta edición de la versión madrileña, la primera que me toca desde que vivo aquí.
Normalmente estoy de vacaciones estas fechas, pero este año no toca, así que tras un Sábado pasado en casa con trabajo atrasado, salí a dar una vuelta en una noche que, pese a ser septiembre, era tan de verano como las de agosto. Las calles del centro cortadas y la posibilidad de andar por ellas sin coches llamaban la atención, y ahí estuve deambulando sin rumbo fijo. Había sitios abiertos donde poder acceder, pero las colas eran disuasorias y, en el caso de los museos, los suelo visitar con asiduidad por lo que no eran un gran reclamo para mi. Sí lo era la apertura de la RAE, pero como me suponía en ese caso la cola era aún más gigantesca, así que ni lo intenté. Por la calle había atracciones y juegos que más que arte eran puro entretenimiento, pero que sin duda tenían su atractivo. Uno de los más interesantes era una especie de taller de pompas de jabón que se celebraba en medio del Paseo del Parado, muy cerca del Museo. Junto a los niños y los “pomperos” había una pantalla desde la que se proyectaban los escritos que los niños dedicaban a la gente, así mismos o a lo que fuera. La mayoría de los que estuvimos un rato viendo la proyección éramos adultos, y algunos de los mensajes… también, aunque escritos con letras infantiles. Predominaba en ellos el cachondeo y el temor a perder la inocencia infantil, quizás porque ya se intuyen que los adultos somos como ellos, sólo que más grandes y tristes, y lógicamente no quieren acabar así. El paseo por la Gran Vía era cosa de multitudes. Abarrotada, sin coches, y con unos columpios gigantes instalados a lo largo de tramo de Callao a Montera, miles de personas miraban curiosas el espectáculo de balancines, góndolas y toboganes en los que las colas se confundían con las riadas de viandantes que avanzábamos con dificultad hacia cualquier parte. Es curioso como esta ciudad logra que la Gran Vía sea una especie de salón recreativo para desarrollar eventos. No lo he visto en otros sitios, y es una forma maravillosa de integrar en la ciudad un eje muy querido y valioso, en el que se encuentra de lo mejor y lo peor que hay en Madrid. Saliendo por una de las bocacalles a la altura de la Telefónica me encaminé por Fuencarral hacia Malasaña, para ver que estaban haciendo allí. Según los folletos informativos se había programado una batalla con pelotas de playa en la plaza del dos de Mayo. Quizás se pregunten que tiene eso de artístico, y la respuesta sea nada, pero que más da. Subía por la calle y a medida que me acercaba a la plaza el gentío crecía. Aquello parecía una manifestación.
Y en la plaza la guerra estaba desatada. Cientos de balones, de menos de un metro de diámetro y de tela ligera, volaban descontrolados sobre una muchedumbre que se los arrojaba sin piedad ni descanso. El ruido de pom-pom-pum-pam era constante y las risas se mezclaban con los gritos de los que recibían los balonazos por sorpresa. La imagen era divertidísima y del todo impactante. Algo que si se llega a producir en Manhattan el domingo todo el mundo estaría hablando de ello. Ya ven, un balón y una excusa para tirarlo, que mejor manera de divertirse y celebrar lo que sin duda era la fiesta, blanca en este caso, del fin del verano.
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