Duró más de lo previsto la reunión que tuvo ayer lugar en
Madrid en la que los presidentes de las CCAA, moderna expresión para un
concepto tan antiguo e hispano como el de taifa, estaban obligados a llegar a
un acuerdo de mínimos para, al menos, salvar su maltrecha imagen de cara a la
opinión pública nacional, que ya les ah condenado, e internacional, que cada
vez los ve más como un problema insoluble. Finalmente,
cosa que es de agradecer, ese acuerdo se produjo, pero si lo habitual de
las cumbres es la falta de concreción práctica de lo acordado, en este caso ese
problema es absoluto.
Y es que la reunión de ayer era una de esas situaciones
endiabladas donde el acuerdo te da poca ganancia y cualquier otro escenario es
sencillamente desastroso. Se evitó el desastre, pero a costa de aplazar los
problemas de fondo, especialmente el de la financiación autonómica, y con el
pleno acuerdo de todos los reunidos, que nunca expresarán en público, de que ni
a tiros van a renunciar a ninguna de las prebendas, privilegios y estructuras
despilfarradoras que alimentan desde sus gobiernos regionales. No era ayer el
lugar para repensar el marco de competencias y las estructuras de gestión y
administración regionales, pero eso es algo que hay que plantearse muy en serio
y con urgencia, tanto por tensiones de tipo soberanista, como las que plantea
Artur Mas y en breve desarrollará Bildu, quién sabe si desde la Lehendakaritza,
como por el evidente colapso financiero que ahoga a las CCAA en su conjunto y
les impide prestar los servicios de los que son titulares. En las declaraciones
de ayer de Rajoy soltó una frase que me puso los pelos de punta y que parece
que no ha asustado a casi nadie. Calificó el déficit público actual, nacional y
autonómico, de “coyuntural” en base a que en el pasado se alcanzaron superávits
presupuestarios. Pues no, no, el diagnóstico es erróneo del todo. El déficit es
estructural, porque el nivel de gasto público que se dio hasta hace unos años
se sostuvo en dos vías inviables. Una fue el crédito, que ahora mismo es caro,
inaccesible y exigente en los reembolsos, y la otra fue la maldita burbuja
inmobiliaria, que no volverá en muchas décadas. Ayer, al decir esa frase, el
subconsciente de Rajoy volvía a pensar que estamos en una situación temporal y
que en breve volveremos a la vida del pasado. Y eso no sucederá nunca. Los
ingresos de la burbuja no volverán jamás, y el déficit de las cuentas públicas
ha venido para quedarse durante décadas. La
realidad del ladrillo, del que vivían las cuentas autonómicas, viene impresa
hoy en la portada de El País, donde se recoge un nuevo e inmenso concurso de
acreedores de unas empresas inmobiliarias, que suman cientos de millones de
euros a las cuentas de bancos y cajas, algunos ya rescatados, y que puede que
el análisis del viernes de Óliver Wyman los considerase como seguros al 100%. Así
pues, ese ejercicio de replantearse el modelo es necesario porque el modelo,
financieramente, está muerto, y si no lo queremos ver llegará un punto en el
que el hedor de su podredumbre nos impida salir a la calle. Reitero que ayer no
era el lugar para estudiar esa reforma, pero sí el indicado para lanzarla, para
anunciar el empeño en llevarla a cabo, y donde algunas CCAA debieran admitir su
insolvencia y la posibilidad de disolución de cara a agrupar gestiones de
servicios en entidades superiores, bien mediante fusiones de CCAA o a través de
la cesión de competencias a la AGE. Si se habló de algo de esto no se sabe,
pero es probable que si hubo acuerdo se debió a que los allí reunidos, vía
presidencia del gobierno o agencias internacionales, sintieron la presión sobre
sus cabezas, y se les forzó al pacto. Pena que al no estar ya Revilla en el
cónclave no nos puedar alrgar lo que allí se habló.
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