Es imposible entender una gran ciudad como Madrid sin el
concurso del transporte público. Si ya de por sí los atascos y problemas de
tráfico son habituales en el día a día, cualquier restricción en los servicios
públicos colapsa la ciudad y la sume en el embotellamiento perfecto. El viernes,
sumada la lluvia constante, fue un día de libro en este aspecto, y hoy, soleado
y radiante, también lo será, gracias
a los paros parciales en el metro y la EMT, autobuses, convocados durante la
hora punta de la mañana y de la tarde. Y curiosamente me ha afectado más
hoy que el Viernes.
Y es que a las dos paradas del comienzo de mi viaje hacia el
trabajo mi línea ha colapsado, por así decirlo. UN buen rato parados en la estación
sin saber porqué, apretujados unos contra otros, hasta que me he decidido a
salir fuera a echar un vistazo y al fondo, junto a la cabecera del tren, se
veía a personal del metro tratando de reanimar a alguien, imposible distinguir
por la distancia sexo y edad, que seguramente había sufrido un desmayo ante el
agobio y la presión. Se veía como al enfermo, tumbado en el suelo, le
levantaban las piernas para que afluyera sangre a su cerebro, y a su alrededor
varias personas observaban y se movían. Mal asunto, me cambio de línea, he
pensado, y escaleras arriba y abajo hasta llegar a un nuevo andén, inhabitual
en mi a esas horas, buscando componer una nueva ruta alternativa a la habitual.
Cuando ha llegado el tren estaba, se lo supondrán, repleto, así que nueva
sesión de empujones, esta vez entre absolutos desconocidos, y es que uno acaba
por familiarizarse con los rostros que comparten viaje día a día en el
recorrido habitual, mientras que esta vez todo el vagón me sonaba ajeno y
nuevo. Sin embargo la sensación de agobio e incomodidad es la misma de siempre,
y el presentimiento que a uno le entra de que como esto se mueva mucho o frene
de golpe la hemos liado y alguien va a salir muy perjudicado no se va de la
cabeza hasta que se llega al destino. Poco a poco hemos ido avanzando hasta
llegar a otra bifurcación, tampoco la habitual, en la que he cogido la línea
que me deja en el trabajo, y si en días normales cuando se abren las puertas de
los vagones, la marabunta de gente que asalta las escaleras mecánicas impone,
hoy directamente asustaba. Liberados de la presión, con retraso acumulado por
la huelga y con ganas de dejar atrás el cubículo en el que estaban encerrados,
una masa de muchísima gente (delegación del gobierno diría que cinco o seis) se
abalanzaba a la salida asaltando la escalera y el pasamanos en una escena que,
de haber personas en lo alto provistas de calderos hirvientes, bien podría ser
la recreación de la toma de un castillo medieval. En esas ocasiones yo me pongo
de perfil, me dejo arrastrar por la masa y no hago fuerza alguna en ningún
sentido, y una vez que la avalancha me deposite en algún punto de la escalera
me organizo y me quedo quieto o me posiciono como es debido. Pese a ello,
siempre hay que aguantar a los provistos de mochilas, codos y ademanes
violentos que tratan de ser los primeros en llegar arriba, quizás en la
esperanza de que reciban un beso de la princesa del imaginario castillo, pero
que llegado el caso no dudarían en arrojar por las escalas a sus compañeros de
ascensión con tal de llegar a la meta Y total, para nada, porque luego
desembocaba uno en el andén de destino y allí estaba otra versión de la
marabunta esperando nuevos nutrientes en forma de despistados viajeros.
Pese a lo que pueda parecer, no ha sido, ni mucho menos, el
peor de los viajes que he tenido en estos años en mi camino al trabajo, sólo
uno de esos que califico como “alternativos” dado que tengo que romper el
camino habitual al que ya estoy acostumbrado, que quizás no sea el más cómodo y
eficiente, pero es el que se me hace familiar. Pero sí es cierto que la
sensación de inicio de la mañana no es buena, entre otras cosas porque los
agobios y apretujones le hacen a uno ver muchas escenas desagradables, carentes
de educación y cargadas de mala leche y enojo. La vuelta será más tranquila.
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