Mira Domingo, que así se llama el protagonista, el suelo del
salón de su casa, aún oscuro, en un día frío de otoño, buscando una luz que ni
el sol es capaz de ofrecerle. Sujetando la soga que ha cogido del pequeño
cuarto que usa como almacén, y mirando el techo de su casa, se pregunta una y
otra vez cómo es posible que haya llegado hasta ahí, en que punto se equivocó,
le engañaron o el mundo se puso en su contra, cuál fue el día en el que se dio
cuenta de que todo lo que poseía no era suya, que se lo iban a quitar, y que se
quedaría sin nada, cuándo fue ese maldito día.
De mientras se sube una mesa plegable y ata la soga al
enganche de la lámpara del salón, que ha descolgado minutos antes, recuerda
Domingo los años de bonanza, que para él nunca fue demasiada, pero le permitió
ir tirando con su frutería, en una época en la que las señoras no miraban tanto
el peso como ahora, eran muy exigentes y apartaban las piezas melladas, pero
agotaban las existencias de las buenas, y poco a poco el negocio marchaba y la
casa, que se había comprado con una hipoteca cara, era suya, y el negocio era
suyo, y soñaba Domingo con ampliar aquella tienda si las cosas seguían así, y
poco a poco hacer más negocio. Descolgando la soga del aplique la que ya esta
unida para siempre recuerda Domingo cuando las cosas empezaron a ir mal, cuando
en la tele salían personas trajeadas hablando de cosas que pasaban ene Estados
Unidos, pero él seguía tranquilo porque el gobierno de aquí decía que no pasaba
nada. Pero algo pasaba, porque sus clientes poco a poco dejaban de mirar con
recelo a las frutas picadas y se las llevaban, pero en un paquete cada vez más
pequeño, en el que el número de kilos no dejaba de disminuir. Día tras día las
noticias de lo que pasaba en Estados unidos iban siendo reemplazadas por cosas
malas que pasaban aquí, y Domingo empezó a asustarse. El negocio empezaba a no
ir bien, y acabó yendo mal. Otras fruterías más baratas surgieron en la calle
de al lado y muchos clientes empezaron a dejar su negocio. Con el paso de los
meses los ingresos bajaron, las cuotas de la hipoteca siguieron y una noche de
cuentas, de facturas y bolígrafos, a Domingo le dio un salto el corazón cuando
se dio cuenta d que las cifras no le daban, de que empezaban a salir negativos
por todos lados, de que su vida empezaba a no ser rentable económicamente, que
es como ahora se mide todo. Angustiado, Domingo empezó a recortar su vida, a
prescindir de todo lo prescindible, a reducir, a eliminar, a dejar, a
renunciar… a conjugar verbos que hasta entonces le sonaban distantes y que, en
un abrir y cerrar de ojos, se habían convertido en las expresiones perfectas
para definir su vida. Y lo intentaba, día a día, pero al levantarse cada mañana
la hipoteca seguía ahí, y su margen se reducía. De mientras hace un nudo
corredizo recuerda Domingo el día en el que llego la carta, esa carta, esa
maldita carta que tantas pesadillas le producía, emitida por su banco, que le
avisaba de que llevaba un retraso en el pago de la hipoteca, y como en los
toros, le apercibía de que no le quedaban más de dos oportunidades para dejar
de pagar, que a la tercera iba la vencida. Y esa noche, en el mismo salón de su
casa que ahora contempla subido desde una mesa, Domingo lloró, acurrucado en
una esquina, deprimido porque su vida, que eran esas paredes, se derrumbaba,
angustiado porque dominado por la vergüenza a nadie había contado su situación,
y asustado porque en el momento más difícil de su vida estaba completamente
solo. Y entonces, entre lágrimas, Domingo alzó la vista y vio en la lámpara su
última escapatoria.
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