martes, octubre 06, 2015

El inspector Kurt Wallander ya no beberá más

El domingo, hace un par de días, publicaba la revista XLSemanal una entrevista con el escritor sueco Henning Mankell, afectado por un cáncer de pulmón que le había originado una metástasis en la nuca, en la que contaba cómo era su vida con el tratamiento, lo que había tenido que renunciar y lo que todavía podía hacer. Con una lucidez estremecedora, hablaba de su muerte, que intuía próxima e inevitable, fruto de su enfermedad. Ayer, un día después de publicado ese texto, Mankell fallecía a los 67 años y daba por terminada una carrera literaria y cultural de lo más interesante, ecléctica y alternativa. Le echaremos mucho de menos.

Mucho antes de que el fenómeno Millenium arrasase en ventas y convirtiera a cualquier escritor nórdico en fabricante de sórdidos asesinatos que tenían como contexto lugares y personas cuyos nombres que parecían sacadas del catálogo de IKEA, Wallander ya había deslumbrado a muchos con su serie de novelas negras, muy negras, en todos los aspectos. Su protagonista era un inspector de policía del montón, llamado Kurt Wallander. Un hombre gris, normal, un perdedor, padre de una hija, enganchado a la bebida, solitario, que escucha cintas de ópera en la casete de su coche, que apenas habla con su padre y que lleva una existencia bastante deplorable en la pequeña localidad de Ystad, sita en el sur de Suecia. El escenario no es glamuroso, urbano, tecnológico, retorcido y lleno de atractivos modernos, no. Pero es perfecto para mostrar el lado amargo de la sociedad sueca, tal y como la veía Mankell. En un país que presume de estado de bienestar, de cooperativismo, de solidaridad y de cohesión social, las novelas de Wallander muestran a una sociedad de personajes aislados, que viven dominados por la soledad, que ansían el calor humano, y que parecen paliar su ausencia con calientes tazas de café a todas horas y mucho alcohol. En medio de este reverso surgen sentimientos como la ira, la venganza, el racismo, la xenofobia y otros pecados que los países nórdicos ocultan de cara al resto del mundo, pero que están presentes como en todas partes, incluso aún más que en sociedades “atrasadas” según las definirían ellos. Las novelas de Wallander van escalando en complejidad, densidad y oscuridad, si se puede decir así, pero en todas ellas es constante el desencanto de sus personajes con el idílico sueño sueco que les han vendido, que no ven por ninguna parte. La figura de Wallander es, en este caso, arquetípica de esa decepción. Apenas existen fragmentos en toda la saga en la que el autor ofrezca al personaje un alivio, un respiro. Para él la redención es encontrar al culpable del crimen que ha atormentado la supuesta paz de sus convecinos, pero sabe que ni entre sus compañeros de trabajo ni en su entorno personal, mínimo, va a hallar nada que le ofrezca consuelo vital. La imagen de todos los empleados de la comisaría de Ystad a las 7:25 de la mañana reunidos en una mesa de trabajo con mucho café comentando pruebas de un caso es una escena típica de esas novelas, que denota frialdad no tanto porque el tiempo, habitualmente, corresponde al tópico nórdico de desapacible y gélido, que también, sino porque entre esas personas existe aún menos grado de relación que entre los copos de nieve que caen en el exterior de la comisaría. Caso a caso, que Wallander resuelve con tesón, ingenio, y mucho mucho trabajo, las novelas desmontan el paraíso y ofrecen una imagen de Suecia y, en general, del mundo nórdico, mucho más sórdida, y probablemente real, de lo que muchos nos imaginamos desde fuera. Más allá de los casos, suponen una disección en canal de esas sociedades y, como en todas las anatomías de ese tipo, es imposible salir indemne y limpio de ellas. Mucho o poco, te ensucias.

Bien escritas, con tramas organizadas y atrayentes, la serie Wallander es una lectura muy recomendable, que yo, no muy fan de la novela negra, comencé hace ya años gracias a la recomendación de una excompañera de trabajo, AIR, y ventilé en poco tiempo, enganchado a su ritmo y estética, diferente a las que estaba acostumbrado. Me llamaban mucho la atención escenas, de crimen y vida, en playas desoladas, arenales extensos que algunos protagonistas visitaban ocasionalmente y que eran el paradigma de la desolación, el páramo hecho arena y agua, con un viento frío constante y un rumor de fondo que, o anunciaba un delito, o su pronta resolución. Ahora Mankell ya forma parte del viento que azota esos fríos arenales.

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