El
domingo, hace un par de días, publicaba la revista XLSemanal una entrevista con
el escritor sueco Henning Mankell, afectado por un cáncer de pulmón que le
había originado una metástasis en la nuca, en la que contaba cómo era su vida
con el tratamiento, lo que había tenido que renunciar y lo que todavía podía
hacer. Con una lucidez estremecedora, hablaba de su muerte, que intuía próxima
e inevitable, fruto de su enfermedad. Ayer,
un día después de publicado ese texto, Mankell fallecía a los 67 años y
daba por terminada una carrera literaria y cultural de lo más interesante,
ecléctica y alternativa. Le echaremos mucho de menos.
Mucho antes de que el fenómeno
Millenium arrasase en ventas y convirtiera a cualquier escritor nórdico en
fabricante de sórdidos asesinatos que tenían como contexto lugares y personas
cuyos nombres que parecían sacadas del catálogo de IKEA, Wallander ya había
deslumbrado a muchos con su serie de novelas negras, muy negras, en todos los
aspectos. Su protagonista era un inspector de policía del montón, llamado Kurt
Wallander. Un hombre gris, normal, un perdedor, padre de una hija, enganchado a
la bebida, solitario, que escucha cintas de ópera en la casete de su coche, que
apenas habla con su padre y que lleva una existencia bastante deplorable en la
pequeña localidad de Ystad, sita en el sur de Suecia. El escenario no es
glamuroso, urbano, tecnológico, retorcido y lleno de atractivos modernos, no.
Pero es perfecto para mostrar el lado amargo de la sociedad sueca, tal y como
la veía Mankell. En un país que presume de estado de bienestar, de
cooperativismo, de solidaridad y de cohesión social, las novelas de Wallander
muestran a una sociedad de personajes aislados, que viven dominados por la
soledad, que ansían el calor humano, y que parecen paliar su ausencia con
calientes tazas de café a todas horas y mucho alcohol. En medio de este reverso
surgen sentimientos como la ira, la venganza, el racismo, la xenofobia y otros
pecados que los países nórdicos ocultan de cara al resto del mundo, pero que
están presentes como en todas partes, incluso aún más que en sociedades
“atrasadas” según las definirían ellos. Las novelas de Wallander van escalando
en complejidad, densidad y oscuridad, si se puede decir así, pero en todas
ellas es constante el desencanto de sus personajes con el idílico sueño sueco
que les han vendido, que no ven por ninguna parte. La figura de Wallander es,
en este caso, arquetípica de esa decepción. Apenas existen fragmentos en toda
la saga en la que el autor ofrezca al personaje un alivio, un respiro. Para él
la redención es encontrar al culpable del crimen que ha atormentado la supuesta
paz de sus convecinos, pero sabe que ni entre sus compañeros de trabajo ni en
su entorno personal, mínimo, va a hallar nada que le ofrezca consuelo vital. La
imagen de todos los empleados de la comisaría de Ystad a las 7:25 de la mañana
reunidos en una mesa de trabajo con mucho café comentando pruebas de un caso es
una escena típica de esas novelas, que denota frialdad no tanto porque el
tiempo, habitualmente, corresponde al tópico nórdico de desapacible y gélido,
que también, sino porque entre esas personas existe aún menos grado de relación
que entre los copos de nieve que caen en el exterior de la comisaría. Caso a
caso, que Wallander resuelve con tesón, ingenio, y mucho mucho trabajo, las
novelas desmontan el paraíso y ofrecen una imagen de Suecia y, en general, del
mundo nórdico, mucho más sórdida, y probablemente real, de lo que muchos nos
imaginamos desde fuera. Más allá de los casos, suponen una disección en canal
de esas sociedades y, como en todas las anatomías de ese tipo, es imposible
salir indemne y limpio de ellas. Mucho o poco, te ensucias.
Bien escritas, con tramas organizadas y
atrayentes, la serie Wallander es una lectura muy recomendable, que yo, no muy
fan de la novela negra, comencé hace ya años gracias a la recomendación de una excompañera
de trabajo, AIR, y ventilé en poco tiempo, enganchado a su ritmo y estética,
diferente a las que estaba acostumbrado. Me llamaban mucho la atención escenas,
de crimen y vida, en playas desoladas, arenales extensos que algunos
protagonistas visitaban ocasionalmente y que eran el paradigma de la desolación,
el páramo hecho arena y agua, con un viento frío constante y un rumor de fondo
que, o anunciaba un delito, o su pronta resolución. Ahora Mankell ya forma
parte del viento que azota esos fríos arenales.
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